—Dale Nico. Dejame darte un beso.
Tanto insistía Maru que a pesar del desagrado tuve que aceptar. Eso sí; que nadie nos viera. No estaba preparado para soportar las burlas de la barra. Sabido es que para un chico de nueve años no hay nada más monstruoso que una de esas nenas primorosas que no paran de hacer ojitos.
Maru resultó ser una siniestra bruja infiltrada por el turro de Marcos que me la tenía jurada y ése, mi primer beso, fue el que me convirtió en sapo y en el hazmerreir de todo el colegio.
—¿Querés compartir conmigo la laguna?— dijo mientras atrapaba un mosquito con su viscosa lengua. Y yo, harto de andar solo entre los juncos, acepté. Saltó la rana sobre mí y me llenó de besos. Besos que no hicieron otra cosa que confinarme en esas sucias aguas que comenzaron a llenarse de pequeños batracios. ¡Y bien demandantes resultaron los sapitos!
—No quiero, no me molestes, dejame en paz. ¿No ves que no estoy sola? Y ya te dije que no te creo ni una palabra. ¡Mirá que vas a ser un príncipe!
No había caso; por más dulce y galante que fuera, no dejaba de ser un sapo. Ninguna se atrevía a besarme. Pasó el tiempo, hasta que un buen día vino ella a pasar el día junto a la laguna. Me encandiló. No esperé que respondiera y salté a su boca sin darle tiempo a nada. Caí seco sobre la arena gruesa. Mi cuerpito verrugoso no estaba preparado para el amor, esa otra muerte.
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