—¿Para qué escribe? —preguntó el hombre sin rostro.
—No lo sé. Es como una necesidad. Se me ocurre algo y así, de la nada, voy dándole forma a la historia, empiezo a imaginar los detalles…
La cara del hombre se hizo un poco más definida, más nítida. El escritor siguió hablando, entusiasmado:
—Entonces... me dejo envolver por la atmósfera del cuento, que se va creando sola, casi como si ella misma fuera el sentido del relato…
—Toda una teoría —dijo el hombre irónicamente.
Una mueca de desprecio asomó en el rostro duro del hombre, que ya mostraba una boca de labios finos y contraídos, evidenciando el carácter frío, ladino.
—…y absorto en ese ejercicio de crear con las palabras –continuó el escritor como si hablara solo—, me dejo llevar por la intriga de la trama que, generalmente, suele terminar en un final inesperado, sorpresivo para el lector.
Los ojos del hombre se tornaron crueles, amenazantes.
—¿Y no teme quedar atrapado en alguna de sus ficciones? —preguntó el hombre con malicia.
—Puedo correr ese riesgo —repuso el escritor tranquilamente.
—¿Y qué está escribiendo ahora?
—Algo sencillo: el escritor que dialoga con uno de sus personajes y el muy traidor quiere matarlo.
—¿Cómo lo supo? —preguntó el hombre, que ya levantaba el puñal en el aire.
—Porque se me acaba de ocurrir.
Y súbitamente dejó de escribir para no manchar la hoja con sangre.
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