De poco le valió salir con la luz lechosa del crepúsculo matutino, pronto el sol se encrestó y el cielo de Mercedes podía confundirse válidamente con el del Sahara. El moro andaba fatigoso en los treinta ocho grados. Había que ver cómo se malogró la soja, petisita y sin poroto, y el maíz ya en flor reclamando agua en lo inmediato, de no minga de choclo y a picarlo pa´ forraje. Algunos vacunos, sin pasto que comer ni agua que tomar, se iban echando y ya no se levantarían.
El cansancio y el desaliento retornaron al hombre a la casa, la piel y la boca resecas. Los labios belfos del moro se metieron en el balde, tragó a gorgoteos sonoros y sin tregua. Y quería más, pero había que guardar, el molino venía tirando menos y es que el pozo podría andar sufriendo escasez en el torrente.
La tarde tórrida. Él, sentado a la sombra raleada de un sauce que venía perdiendo hojas por la seca, trenzaba un tiento como para pasar el rato y recordó haber visto en la mañana un par de nubes a lo lejos, que de repente se acumulaban o se desprendían. Pero habían sido apenas dos nubecitas blancas, ingenuas, incapaces de manifestarse en lluvia. Ahora, volvió a mirar al cielo y dos nubes, que supuso aquellas mismas, andaban en el firmamento como si le juguetearan. Le vino a la memoria letra de una milonga, de un tal Borges le habían dicho: la esperanza nunca es vana. Y los labios se movieron un tanto, en un resto de sonrisa
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