La soga golpeó en un latigazo seco sobre el techo de mi casa. Serían las tres. No era la primera vez. Sin embargo, empecé a temblar. Espié desde la ventana. Alcancé a ver uno de los extremos de la soga rozando la pared. Tanteé a oscuras en el cenicero. Los fósforos se iban cayendo uno tras otro de mis manos indecisas. Por fin, prendí una colilla y aspiré profundo hasta quemarme los labios. Entonces, se me ocurrió.
Busqué el extremo de la soga y la rocié con alcohol. Después, le prendí fuego. La soga enardecida, golpeó en el techo una y otra vez. Se cayeron los cuadros con las fotos de los abuelos. La alacena se vació de tazas y los platos se volvieron astillas en el piso de cemento. Las perchas temblequeantes, desparramaron los abrigos raídos, los vestidos usados. Y el único sombrero voló por la ventana. El florero rechoncho de margaritas, se quebró sin remedio. Y la gata parió antes de tiempo. Arriba, la soga enorme, chispeante, serpenteaba a gusto en latigazos de fuego.
El niño lloraba a gritos desde la cuna de mimbre. Mientras lo cubría con trapos húmedos, su manito buscó mi boca. Le besé los dedos una y otra vez, lo escondí debajo de mi cama. Y subí al techo. La cruz del sur reinaba en la noche patagónica. Pero no hizo nada por salvarme. Al verme, la soga cobró más fuerza. Intenté abordarla por una de las puntas. Fue inútil. Toda ella era una bola de fuego. Toda ella era la entrada a un infierno de colores incandescentes. Toda ella era el sexo de una mujer que había esperado demasiado tiempo para ser amada. La miré de frente y mientras iba acercándome, la soga pareció calmarse. Ya no dio más latigazos.
Me saqué los zapatos antes de abrazarla.
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Diana Sánchez
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