Tu mano y la mía, enlazadas en la recóndita cueva, admiraban la mano del pintor del paleolítico, segura y precisa al dibujar el lomo de esas bestias exóticas con las que se fascinaban, tu mano y la mía, tanto que esta se atrevió a apretar la tuya, sus sudores comenzaron a trasvasarse de una a otra; los pequeños orificios de las glándulas microscópicas comenzaron a producir sus líquidos sebáceos en forma de microgotas que acrecentaban su caudal cuando tu mano suspiraba tan fuerte frente a la imagen del león, su ocre pálido, que parecía querer saltar sobre nosotros desde su tumba iconográfica de siglos con sus garras, sus inmensas uñas, apuntando a nuestras manos temblorosas como labios de amantes sorprendidos. Mi mano frotaba la tuya, torbellinos de dedos entre falanges, en las sugestivas articulaciones fibrilantes en las que entraban y salían mis dedos lubricados por tu sudor. Temblaban nuestras manos como párpados ante los cráneos de osos que surgían de la noche de la cueva. Mi mano era ya un pedazo de fuego líquido en la tuya, las dos formaban un volcán en erupción. En erupción.
Quedaron ahí, las manos. Su estertor supremo las separó del mundo. Se acarician, se revisan las yemas de los dedos, se hacen cosquillas bajo las uñas, se descubren el vello tironeándolas juguetonas. El león no amenaza más desde su pared ancestral, parece, de hecho, reír.
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