domingo, 22 de enero de 2012

El espejo del deseo – Héctor Ranea


Alguien había cortado los cadáveres de cuello a pies, dejando los torsos completos con las mitades de las piernas y el todo colgando de los carapachos decapitados, con las cabezas envueltas en tripas colgándoles como collares del gancho. Vistas de atrás, parecían pieles, sólo que, aprovechando su color uniforme, depilados prolijamente, los había pintado con colores extraños, como queriendo componer un arco iris de tonos pastel y fractales de múltiples zonas que cubrían los cuerpos como mapas de un tono macabro e insolente. Eran siete cuerpos. Todos varones.
El investigador, superada la primera etapa de bochorno, reflexionó sobre el asco y la inocencia de las víctimas. No podía sentir asco por esa muerte porque nadie merecía semejante trato ni aún después de muerto. Lo habían dejado solo ya que fue el único capaz de sobreponerse y entrar a la escena del crimen, a lo que se suponía que era. El forense había recomendado que nadie tocara nada pues posiblemente se derrumbaría la instalación (así la llamó) y perderían las posibles conexiones que los cadáveres entablan con los victimarios. La situación era tan fuerte que ni los periodistas quisieron tomar fotos del sitio, salvo desde afuera, lo que facilitaría el análisis más tarde.
En la comisaría, nadie quería mirar las fotos tomadas por los expertos, sólo el investigador se acercó, pidió además los originales electrónicos y se quedó todo el día abocado a esta causa, hasta que descubrió que, invirtiendo los colores y dando vueltas las fotos de la parte dorsal de todos los muertos alineados, se formaba un sistema, una trama, un plano de un lugar. Conjeturó que ahí se habrían cometido los asesinatos, estudió planos y parcelas con los medios de la Internet y descubrió dónde pudo haber ocurrido todo. En pocas horas, un pequeño destacamento de policías llegó al lugar, lo cercó y encontraron sí, todos los elementos: la sierra, el espejo, los anteojos inversores del color, las pinturas y una firma en el pavimento.
Se entregó mansamente a los otros policías. Nunca supo por qué los había asesinado.

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