domingo, 22 de enero de 2012

Del paso – Armando Azeglio


El cielo —seguro— auguraba un estrago. Estaba nublado y fértil. Se me antojó que se venía una tormenta de salmuera. Era junio. Un grajo chirrió distante. Ningún campo había florecido y “los postes del telégrafo emergían de la tierra como mástiles de barcos sepultados”. Yo veía todo con los ojos híbridos de un adicto. Con la picara estulticia de un descreído geronte. Entonces, me propuse jugar sin enjuiciar la realidad; aunque el espectáculo me supiera a recipiente vacío, a sepultura, a bolso desfondado, a máquina de picar asombros. “El hombre mítico necesita recrear mitos para darle sentido a su existencia” citó una parte lúcida de mi cerebro, y mis pies llegaron a ese viejo buzón, metí mi mano en su profundidad, y como si se tratase del “antiguo baúl del mundo” (que es lo mismo que decir “la vieja galera de un mago”) fueron saliendo palabras, pensamientos, fantasías: uvas incircuncisas, manzanas multicolores, colibríes, flores indecibles. Y con ello “comencé la historia siempre trunca, o aún no comenzada, y siempre detenida en los momentos en que la realidad y el sueño se confunden”.

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