martes, 13 de diciembre de 2011

Viernes, llaman desde la puerta - Eduardo Albornos


Algunos dicen que son las luces naranjas del alumbrado público las que colorean sus lágrimas. Otros, por su parte, argumentan que es causa natural del sentimiento que le pone a cada tonada. Y como ninguna explicación me termina por convencer, espero cada viernes, al despuntar la medianoche, a que el hombre que llora vino venga hasta la puerta de casa a dedicarle cogollo tras cogollo a mi mujer.
Del tema se ha hablado y discutido bastante, pero sin dejar de fantasear y decir estupideces; porque, más allá de que llore vino o no, se olvidan de que el Marito es como cualquier otro tipo del barrio: laburador y respetuoso. Vive a dos cuadras de casa con sus padres y tres hermanos, que a esta altura de la vida, ya no se preocupan por los actos inmaduros de un tipo de treinta y pico de años. Sin embargo, como dije, el Marito es un tipo laburador y respetuoso, que toda la semana se lo pude ver a las seis de la mañana en punto esperando al colectivo que lo lleva hasta la ciudad, donde hace algunas changas y cuida autos. A eso de la medianoche está de regreso, y uno se da cuenta porque pasa a los gritos saludando a cualquier vecino que riegue o tome mate en la vereda; y también porque se detiene a acariciar a la chorreadera de perros atorrantes que lo aguarda cada noche y no deja de ladrar al verlo. Su semana transcurre de esta manera, hasta que llega el día viernes.
–Buena interpretación, Marito –le digo apenas salgo hacia la puerta de calle; le alcanzo su vaso de vino y puedo ver lágrimas bordó asomándose a sus ojos.
–Viva Cuyo, compadre –asiente tembloroso, como quien se cuida la espalda; y sin quitarme la mirada de encima un segundo, se empina un buen trago del vaso que ahora aprisiona entre sus manos.
Muchas veces me pregunto si realmente alguien pude llorar vino, cómo es posible, pero termino convenciéndome de que es mejor quedarse suspendido en el silencio, y así poder contemplar cómo las cosas más inesperadas irrumpen en la monotonía de los días. Por eso, lo más hermoso es ver cuando las lágrimas le comienzan a zanjear las mejillas hasta llegar a sus comisuras, y luego, al precipitarse por la pera, caen sin mayor resistencia al vacío.
Mi mujer finge ignorarlo siempre, pero basta que le diga que salga y page como corresponde a ese buen cuyano, para que se levante encolerizada de la mesa y dé un portazo en nuestra habitación. A veces dice que me fascina que un “fenómeno” la deje en ridículo, y otras, que soy un imbécil. Pero el verdadero problema está en que ella no puede entender que el Marito es un tipo muy especial; y esto va más allá del aprecio que se le pueda tener en el barrio.
Y por eso, y porque casi nunca la ternura se dispone a tocar la puerta de casa, al instante de oír la voz del Marito entonar alguna tonada, cargo un vaso de vino tinto y salgo hacia la puerta de calle a pagar el cogollo a ese buen cuyano. Como corresponde.

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