Iban cinco o seis días sin afeitarse, nunca un lapso tan pronunciado aun en este último período. Abrió el botiquín y agarró el envase de la espuma. No recordaba cuándo había iniciado la maquinita descartable, y sospechó que debería reemplazarla. Hurgueteó inútilmente en los estantes. Con dos dedos rígidos cerró la puertita. Y su cara le quedó expuesta al opacado espejo. Le costó esparcirse la espuma.
Lento, terminó con la barba. Despreció la loción Fulton de siempre, y se volvió a ver, ahora a cara limpia. ¡Cuánto surco profundo! Grietas hundidas en la piel, profusión de poros secos, como remotos pozos de agua inutilizados por los años. Los párpados idos en pliegues caídos le entornaban la mirada. Se palpó los labios estriados y ásperos. Rastros del trabajo al sol en los andamios, eso ya lo sabía. Desprendió las manos del borde del lavatorio y se miró las palmas callosas, ¿qué fatalismo encerrarían esas líneas gruesas y abismales? Y, fatídico, se reconoció enrolado en la etnia de los viejos; y lo peor: viejos invisibles a los ojos de los demás.
Salió al patio del fondo, levantaba apenas del suelo las alpargatas con las que chancleteaba. A echarle un vistazo a las plantas, que reverberaban bajo el sol bochornoso de la siesta; la quinta andaba llena de yuyos y la canilla chorreaba haciendo gárgaras. Descubrió la sombra de la parra y se sentó en el banco de cemento, que él mismo había construido. El torso inclinado hacia adelante y las manos en nada, apoyadas en las rodillas.
Ni siquiera el chispeo de algún pájaro que escuchar, sólo el gorgotear de aquella canilla defectuosa. ¿Y él? Se había olvidado de silbar aquellas melodías que tanto le gustaban. Con la vista en las lajas del piso, se le reflejaban en vorágine las imágenes de los hijos y nietos. Y la de la mujer muerta. Risas de polvo, voces de cenizas. De otros recuerdos había poco y, lógico, también se le había borroneado la cuenta de las ilusiones. Unas lágrimas se le trabaron en las pestañas. Eligió engañarse atribuyéndoselo a los ojos acuosos propios de los viejos, y las enjugó con el pañuelo revuelto que sacó de un bolsillo del pantalón.
Movió la cabeza buscando un pretexto para impulsarse. Estaba claro que la quinta, su orgullo hasta hace semanas, y la canilla necesitaban una mano; pero aquel banco se le iba haciendo cenagoso y lo retuvo.
¿Comer? Mal y a deshoras. Incluso el vino se le había hecho triste, al punto de renunciarlo. Se pensó condenado a la oquedad del silencio, al destino de las velas consumiéndose en su misma existencia. A esperar su final en el invierno, arrumbándose en el fondo de un sillón.
El petardeo de una moto rauda lo distrajo, volvió a mirar su entorno, y se rascó el plumerito de la boca de la oreja.
Pensaba en volver a la cama, que había dejado poco antes de afeitarse. Y alguien llamó a la puerta. Antes de despegarse del asiento, se calzó las zapatillas. El patio de lajas continuaba hacia el frente de la casa haciendo sendero, y por allí marchó a atender. Se acomodaba con los pulgares el pantalón a la cintura —le quedaba un tanto holgado y es que él venía perdiendo peso—. La gorda de al lado esperaba en la verja, vestida con uno de sus soleritos de verano. Era la viuda de aquel carpintero, que prefirió irse con San Pedro en lugar de seguir escuchándola. A espaldas de ella, las enredaderas extendidas en el alambrado del ferrocarril, con sus campanillas violáceas, que él veía cada vez más sombrías.
La vecina sostenía una taza vacía y le preguntó si había comido. Mintió al asentir con un gesto. Que le pidiese lo que le fuera necesario, dijo ella; así como ella ahora le venía a pedir un poco de azúcar.
—Sí, como no. Adelante —y le abrió la puerta.
Al pasar, sus ropas se rozaron apenas y la gord… digo: la mujer se subió un bretel ido hacia abajo. Lo miró a los ojos y se sonrojó en una sonrisa, que insólito tratándose de ella, a él le pareció capaz de enamorar a todo hombre bien puesto.
Remontaron por las lajas. En la cocina el hombre le pidió la taza, y en el aparador buscó el frasco del azúcar. Pero se detuvo y, deslizándose la yema del índice en la mejilla, le preguntó:
—¿Gustaría un café?
Él mismo se encargó de servirlo con unas galletitas dulces. En la mesa, la conversación se hizo larga. Hablaron de sus queridos cónyuges muertos. Mejoró el ánimo al llegar a las vidas de sus nietos y a las vidas de sus hijos, aunque coincidieron en que los veían a las perdidas. Cosas de la vida moderna. Intercambiaron experiencias y sus sensaciones de hoy. Se escucharon delicadamente.
El hombre acompañó a la mujer a la calle. Aquella taza del inicio quedó olvidada sobre el aparador.
En la vereda, ella le dijo:
—Antes de irme, quería hacerle saber algo leído por mí hace muchos años en el secundario. En esa edad en que para nosotras era tiempo de soñar.
—¿Qué cosa? Dígame.
—Oscar Wilde escribió: “Los corazones están hechos para ser rotos” —la mujer se encaminó hacia su casa.
Él abrió los ojos más de la cuenta y la siguió con la mirada, que guardó recién al perderse ella por la puerta. El paso del tren lo despabiló al instante, y la brisa le mostró vivaces las campanillas violáceas. Apreció respirar el aire de las flores. Elevó las palmas al pecho y tamborileó suave con los dedos. Decidió guiarse hacia el cuartito de las herramientas, y una mueca de sonrisa le estiró algo los labios. Hoy es turno de la canilla. Se advirtió silbando bajito en el arranque de la tarea.
Y en su pensamiento pactó una tregua con la muerte.
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