Lloraban su pérdida. Las Marías repartían la comida, pan, pescado y vino. En aquella reunión no faltaban historias sobre las proezas del fallecido. Reían entre sollozos recordando lo bueno que él había sido con ellos, lo que habían aprendido con él, los lugares que habían conocido y la cantidad de gente que compartía su forma de pensar. La noche era tranquila, a pesar de que la oscuridad cayó de forma repentina, estando ellos aún en el Gólgota, acompañando a su maestro. Su fe era, ahora, lo único que los mantenía unidos y en pie. Dependía solamente de ellos que lo aprendido se propagara por todos los confines conocidos ―y por conocer― de la tierra.
Tres días después fueron las mujeres a llevarle flores, óleos, y perfumes. Menuda fue su sorpresa al ver que la piedra del sepulcro había sido movida y que el cuerpo de su adorado señor no estaba allí. Volvieron, presas del pánico, corriendo a casa a dar la noticia.
―¡No está, se lo han llevado! ―repetía la madre entre histéricos gritos de dolor. Todos trataban de calmarla inútilmente. Magdalena le preparaba infusiones de té con cardamomo y jengibre para tranquilizarla y le conversaba para que pensara en otra cosa.
Las horas pasaban sin que hubieran novedades sobre el paradero de los restos de su querido maestro. Los discípulos caminaban por el pueblo preguntando, fijándose en los arbustos, investigando, mirando, pero todo parecía ser en vano. Y lo único en lo que pensaban era en lo que podría haber pasado, quién podría haberles gastado una broma de tan mal gusto, y mil cosas más.
La primavera entraba temerosa, junto con la noticia de extraños sucesos en los alrededores. Se temía que algún animal salvaje estuviera escondido en la ciudad y que, al caer la noche, salía a cazar. En cada hogar, se respiraba el temor. A la luz de las velas, la madres trataban de cubrir el silencio con conversaciones sin sentido y casi vacías, con tal de no escuchar los gruñidos y los alaridos de dolor que provenían de las calles.
A Pedro y a Matías se les hizo tarde, preocupados en la búsqueda de su tan adorado redentor. En su camino a casa lo encontraron, maltrecho, hediondo y con una extraña expresión en el rostro.
―¡Maestro! ―exclamaron al unísono, arrojándose a los pies de su señor.
―Cereeeeeeeebro. ―Fue lo que recibieron como única respuesta.
Lo llevaron a casa, las mujeres trataron de darle de comer y de limpiarlo un poco. Él parecía encontrarse en alguna especie de estado de shock, como en otro mundo, rezando aquella letanía consistente de sólo una palabra.
―Cereeeeeeeeeebro ―volvió a decir.
No se sabe con precisión qué fue lo que sucedió con los habitantes de esa casa. Pero la tradición oral ha hecho lo suyo; los chismes se convirtieron en rumores, los rumores en mitos, los mitos en leyendas y las leyendas se defragmentaron en distintas frases que hoy usamos en nuestro día a día.
―Pero, por dios, mamá, ¿por qué les abres la puerta a estos religiosos si sólo vienen a comernos el cerebro?
Sobre la autora: Oriana Pickmann
Imagen (fragmentos): Renovations, de nordicspy en deviantArt
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