viernes, 2 de septiembre de 2011

Temporada de caza – Héctor Ranea


La niebla mítica me recibe en el faldeo verde de la montaña. Aunque parezca increíble, hace frío. O me da frío pensar que están a pocos metros de mí, o que tal vez estén, y no puedo verlos. Más frío me da pensar que ellos sí me ven aun amparado por mi atuendo, ya que tal vez su agudeza visual sea mayor a la que todos conocemos. Después de todo, sabemos de ellos lo que ellos quieren que nosotros sepamos y la visión es algo que controlan bien, de modo que, en este momento, acá, en la montaña, pienso que tal vez nos hicieron creer que ven tanto como nosotros, pero que en realidad ven mucho mejor. Me entran escalofríos de sólo pensar que bastaría extender mi mano para no verla, pero que ésta podría caer en sus fauces y de ahí en más me aniquilan. Estoy francamente asustado, aunque no debería. Huelen mi miedo. ¡Si hasta yo lo huelo!
Me quedo en silencio. La luz convierte todo el bosque en leche donde flotan los árboles, las ramas bajas del sotobosque, alguna flor, incluso este silencio. El único movimiento es un apenas leve sacudirse de cañas que deben producir los grandes insectos subterráneos. Por las dudas aferro el arma y repaso una por una las instrucciones para un golpe certero, único, permanente. Tendré, como mucho, unas décimas de segundos antes de ser destruido. No es nada, un relámpago, un parpadeo.
En la espesa niebla del faldeo súbitamente los escucho parlotear. No es el acostumbrado discurso de la localización de los críos y del reclamo de juegos de intercambio o de sexo. El cuchicheo sugiere algo diferente. Tal vez me han detectado y están decidiendo cómo neutralizarme o directamente cómo matarme. Distingo, de hecho, dos palabras descritas en los diccionarios de estos seres y casi no me queda duda de que están por iniciar mi cacería.
Seguramente no quieren salir heridos porque no saben que mis proyectiles son muy limitados. Al menos cuento con esa ignorancia de su parte. Pero es la verdad que no puedo ocultarme, aun cuando la reconozco conscientemente, pues sé que elevo mi olor a miedo. Tanto que los escucho callar al pensar en mi inferioridad.
No sé si están tan cerca como los intuyo. Tal vez me los figuro próximos sólo por el miedo que tengo a que estén tras de mí, rodeándome, mirándome sin que pueda verlos. Tal vez me huelan, tal vez lean mis pensamientos. Quisiera poder hablar con ellos, explicarles, pero sé que es inútil, que sólo tienen para mí conjeturas acerca de mi inferioridad, que sólo están prestos a morder como serpientes en la cesta aunque mi mano se extienda amigable dentro de ella.
¿Espero a que la niebla se disipe? Tal vez funcione mi estrategia de que sepan que estoy aterrorizado. No estoy seguro. Mis conjeturas hacen oscilar mi miedo, mi olor. Me confunde la muerte con su olor a muerte. Me confundo con mi muerte mientras escucho que vienen, seguramente por mí, sigilosamente.
Y la niebla no se ha disipado todavía.

Héctor Ranea

3 comentarios:

El Titán dijo...

impresionante Ranea, me encantó!

Javier López dijo...

No voy a ser nada original, pero es que el adjetivo de Esteban es el preciso: Impresionante.

Ogui dijo...

MUCHAS Gracias (SUPERLATIVAS), no quiero repetirme, pero me dejan impresionado... :)