Llegué al Club donde me encontraba con mi padre a almorzar. Para estar a tono con el lugar me había colocado en la solapa de la chaqueta el prendedor de oro blanco con granate, regalo de mi abuela. Los techos abovedados, las molduras doradas y las pesadas cortinas hacían juego con los sillones tapizados en cuero verde, pero no con mi viejo pantalón y mi cabello revuelto.
La escasez de socias femeninas me daba una sensación de rechazo hacia los hombres, empingorotados, puliéndose los bigotes, hablando en susurros y observándome con desaprobación desde el balcón de sus ojos. Me sentí en el sótano, debajo de las cortinas de terciopelo y los sillones de cuero.
Rechacé el suave cóctel de fresas y bebí un agua mineral, pedí ensalada en vez del plato principal e infusión de anís en vez del pudín. Allí no había jóvenes. ¿Qué diablos pasaba con la diversión?
Mi padre no dijo una palabra mientras le hacía un inventario de mi existencia. El prendedor de la abuela era el único objeto de clase que me unía a ese salón espectacular donde la gente murmuraba y movía la cabeza asintiendo. Nadie se rebelaba contra nada.
Acabé la infusión, me levanté, arrojé la servilleta y salí, dando la espalda, con ese gesto de rebeldía que me caracterizaba, a esa sociedad insulsa, hipócrita y susurrante.
—Si no lo has notado —dije a mi padre—, no existes. Eres difunto desde hace cinco años y no necesito tu aprobación.
Aún así, hasta hoy me acompaña el prendedor de oro blanco y lo contemplo con nostalgia al pensar en mi vida azarosa en miles de ciudades extrañas donde fui dando vueltas por la vida.
Adriana Alarco de Zadra
Adriana Alarco de Zadra
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