Daniel dejó caer unas gotas del líquido rubí sobre el mantel blanco. Las gotas resbalaron un momento sobre la superficie almidonada, para finalmente ser absorbidas. Miguel se apresuró a llenar nuevamente la copa y mintió formalmente:
—No te preocupes, no es nada.
Daniel hacía esto sólo con los mejores vinos. Contaba con exactitud cuántos segundos demoraban las gotas en desaparecer y podía adivinar, tan sólo por esos datos, por el color y el tiempo en ser absorbidas, la textura que luego disfrutaría en su lengua y en su paladar.
—¿Te gustó la cena, querido?, le preguntó Anatolia.
—Realmente deliciosa—. Era sincero. No podía comprender dónde conseguían ellos esas carnes tan suaves, esas salsas. En una ciudad tan pequeña, él debería saberlo.
—¿Un café?
—Por supuesto. Me encanta el café que usted prepara.
Anatolia se alejó hacia la cocina, sonriendo. Los demás le rodearon y se aprestaron a escuchar su relato una vez más. Daniel miró, disimuladamente, su reloj pulsera. Las once y cinco. Como todos los treinta y uno de octubre, él cumplía con el compromiso de la reunión anual. Faltaban cincuenta y cinco minutos. Su gesto no pasó inadvertido. Rebeca le dijo:
—Mi amor, tienes el reloj mural frente a ti. No necesitas mirar tu reloj pulsera.
—Eh, gracias, se me olvida. Es involuntario —dijo Daniel—. Pero él sabía que el reloj mural estaría atrasado intencionadamente en dos o tres minutos. En ese momento, Anatolia rompió el impasse al entrar en el comedor con la bandeja, con cuatro tazas de café de exquisito aroma.
Luego de distribuir las tazas, Anatolia le pidió a Daniel:
—Ahora, cuéntenos.
—Pero si ya lo han escuchado.
—Nos gusta recordarlo. Y tú eres el único que sabe relatarlo tan bien.
Miguel apagó el viejo equipo de sonido, deteniendo el tocadiscos bruscamente, en medio de una lúgubre melodía de Christian Vander.
Daniel les contó el accidente, como cada vez, sin olvidar nada, hasta el último detalle, fríamente, como si estuviera relatando una película, como si se tratase de un hecho absolutamente ajeno a todos ellos, como si no captase el brillo en los ojos de Rebeca, Miguel y Anatolia al revivir una vez más el impacto, el volcamiento, la destrucción casi total del automóvil. Tenía calculado el tiempo para contar la historia. Luego venían las despedidas. Dio un beso a Anatolia en la mejilla y abrazó a Miguel. Se dirigió a la puerta con decisión y giró la cerradura con la mano izquierda, mientras apretaba la daga de plata dentro de su bolsillo derecho. Rebeca le siguió, como siempre, como cada aniversario.
—No tienes que irte tan luego -le dijo.
—Rebeca, sabes que debo levantarme muy temprano.
—Pero es sólo una vez al año.
—Aún así.
—Todo podría ser tan diferente, Daniel.
—Lo siento, Rebeca. No puedo hacer nada.
—Pero podrías quedarte. Sólo un poco. Dame un beso, al menos. Daniel abrazó a Rebeca. Ella quiso darle un beso sensual, pero él la sujetó con fuerza y le dio un beso en la mejilla. Ella comenzó a llorar, quedamente.
—No te vayas, por favor.
Daniel se volvió y caminó apurado hacia la reja. Abrió la puerta y salió.
No miró hacia atrás, sabía que la puerta principal se estaba abriendo y que la madre de Rebeca y su hermano salían al antejardín, esperanzados en que ella le retendría lo suficiente. Pero él tenía aún dos minutos. Cerró la reja sin mirar, con doble llave.
Comenzó a caminar de regreso a la ciudad. La luna llena proyectaba sombras fantasmagóricas en el sendero, entre los arbustos se escuchaban los susurros de las lechuzas y uno que otro murciélago cruzaba el camposanto con torpes aletazos, pero Daniel no temía. Cruzó el portal del cementerio cuando los relojes marcaban las doce de la noche. Los guardias no estaban en su puesto, esa era la hora en que todos temían presentarse. En el mausoleo, todas las luces se apagaron, todos los sonidos se acallaron, todos los movimientos cesaron.
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