Ya iban casi cinco meses de frío y nieve en la región. El solitario Nuk, avezado cazador, apenas había comido algún roedor en las últimas semanas.
La desesperación y la furia del hambre, lo habían hecho errar los tiros de sus flechas en los últimos días, enceguecido, con animales que en épocas de mayor bonanza, se hubieran convertido fácilmente en sus presas y alimento.
El hambre por dentro y el frío por fuera lo iban destrozando, nublándole la vista… y la razón. Enloquecía. Rabiaba.
Recostado en una saliente, vio aparecer por un sendero no muy lejano, a un pequeño niño, de no más de dos años, correteando entre sollozos; perdido, tal vez. Nuk miró si aparecía alguien detrás del bebé gimiente, pero nada, a lo lejos, indicaba la proximidad de sus padres. Quizá sus propios padres habían muerto de hambre. Nuk había visto, cada invierno, morir a muchos de los suyos, por no tener qué llevar a sus estómagos.
Por eso él salía adonde fuera, en busca de algo que comer.
El niño, cubierto por pieles de liebre, lloriqueaba; pero seguía por el camino apenas abierto entre la nieve. Nuk desfallecía, a pocos metros. Pensó que el niño era como la vida que seguía su rumbo; mientras él quedaría allí, convertido en cadáver.
La desesperación por no dejarse morir le hizo abrir nuevamente sus ojos. Vio al niño, que se alejaba, con sus pieles de liebre. Nuk dudó; en su loca hambruna, trató de razonar.
Tomó su arco y una de sus flechas y, antes de apuntar al niño, susurró: “Necesito comer”.
Esa noche, después de varias semanas, Nuk volvió a alimentarse con carne.
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