Fantaseaba con el encuentro de su cuerpo desnudo detrás de una ropa interior en tela camuflada, como la que usan los soldados. La imaginaba en un estudio fotográfico. Dentro de un cubo de acrílico transparente y enamorada de mí. La imaginaba presa de una furia animal similar a la de los caballos desbocados. Queriendo escapar. Nos imaginaba en medio a un furor que fungiera de puente, de salmodia, de alabanza a ese impuso vital que los comunes mortales suelen llamar sexo. Conjeturaba un poder capaz de trasformar un simple zapallo en una carroza mágica. Me figuré su consejero, su crítico enojado, su dulce mentor. No entendía el significado y la influencia de todo eso en mi vida, ni pretendía hacerlo. Entré a la habitación; detecté un rastro de miedo en su voz cuando pronunció aquellas tres palabras que se abrían paso entre la aceptación y el rechazo.
—Antes de hacerlo —dijo—, tenés que pagarme.
Dinero. Sentí pena de mi mismo. Pensé en Van Gogh y en aquella, su famosa oreja amputada.
Sobre el autor:
Armando Azeglio
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