La ley antitabaco resultó absolutamente restrictiva. Nadie podía fumar en un espacio cerrado. Ni siquiera en la propia casa. Podía haber peligro de que uno tuviera hijos pequeños y los envenenara con el humo de los cigarrillos. E, incluso, de no tenerlos, que recibiera la visita de algún sobrinito o niño pequeño. Y el gobierno bien es sabido que se preocupa sobremanera por la salud de los ciudadanos.
Cuando Umberto leyó la noticia en los periódicos no quiso creerla. Y tampoco cuando escuchó en los telediarios la advertencia:
Desde hoy, tres de enero, no se podrá fumar en espacios cerrados, ni aun en la propia vivienda. La nueva ley así lo establece y, aunque todavía no se hayan fijado las sanciones por incumplirla, el gobierno asegura que serán duras y ejemplarizantes
Umberto, que en ese momento iba a echar mano al paquete de tabaco, se retrajo y lo dejó. Pero, pensándolo bien, ¿quién podría enterarse de que fumaba en su propio hogar?
Así que tomó un cigarrillo y el mechero que estaba encima de la mesa. Hizo ademán de encenderlo, pero en ese momento escuchó pasos en el descansillo de la planta cuarta, donde vivía, y lo volvió a dejar.
¿Y si lo encendía en el salón y recibía una visita justo en ese instante? Lo pensó mejor y recorrió mentalmente las distintas estancias de la casa. La cocina quedaba demasiado cerca de la puerta del piso, con lo que el olor de tabaco rubio podía trascender en el momento que alguien llamara a la puerta y él abriera. El salón ya lo había descartado. El dormitorio sería un buen lugar, pero ya de por sí no tenía costumbre de fumar en esa pieza de la casa. De hecho, era la única que respetaba. Así que la única habitación que quedaba era... el baño. Allí desde luego nadie podía verlo, estaba lejos de la puerta de entrada y, además, tenía un servicio con ducha para invitados. De manera que si alguien lo visitaba, podría ofrecérselo y nadie tendría que entrar en su baño.
Se encerró y tomó algunas precauciones, como poner gel de ducha en el lavabo y abrir el grifo con todo su caudal. Así la espuma transmitía el olor del gel y enmascaraba un poco el del tabaco. Luego, cuando terminara, echaría ambientador para disimularlo aún más.
Acercó el mechero a la punta del cigarrillo. Aspiró con fuerza, deleitándose más que nunca, ya no sólo con el sabor, sino también con el aroma del tabaco rubio. "Ahhhh, qué placer", se escuchó decir a sí mismo.
Pero cuando apuraba la tercera calada, pudo oír una sirena sonando encima de su cabeza. "Un detector de humos", pensó. “¿Quién demonios...?”
No había pasado un segundo, cuando escuchó violentos golpes en la puerta de la calle. No era un aviso. La derribaron con la misma furia con la que derribaron la del baño, y aterrado pudo ver a tres hombres uniformados y con rifles de asalto que se habían metido en su casa. Lo llamaron por su nombre y apellidos, le leyeron los párrafos operativos de la ley, y antes de que pudiera reaccionar, lo ejecutaron disparándole varias ráfagas de balas.
En pocos meses la ley surtió efecto. El noventa y nueve por ciento de los ciudadanos abandonó el mal hábito de fumar. Del otro uno por ciento, jamás se volvió a saber.
Sobre los autores:
Sergio Gaut vel Hartman y
Javier López
6 comentarios:
Está mal que yo lo diga, pero este cuento me parece genial.
Después del tiempo que pasó desde que lo escribimos, al releerlo he recordado qué divertido fue hacerlo. Quizá también está mal que lo diga, Sergio. Pero no voy a estar en desacuerdo (eufemismo de que estoy de acuerdo).
Usaré un eufemismo análogo para decir que acuerdo con tu acuerdo. Hace rato que no escribimos nada juntos. ¿Y si escribimos un cuento eufemístico?
... de momento ya tengo el nombre del protagonista ...
¿Eufemio?
Había pensado "Eufemiano", pero la verdad vale cualquiera de los dos. Tengo alguna idea, en cuanto sea capaz de escribirla te la envío.
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