sábado, 24 de septiembre de 2011

La fiesta – Héctor Gomis


Yo tenía un gato gris, un delgado y elegante gato gris. Lo quería con locura, probablemente más que a la mayoría de las personas de mi entorno. Nunca le puse nombre, simplemente lo llamaba “gato”. Era el único gato en mi vida, así que no tenía que distinguirlo de otros. Así era, simplemente “gato”, el único gato en mi vida, ¿para qué ponerle nombre?
También tenía una mujer. Se llamaba Lucia, pero yo la llamaba guapa. La llamaba así porque era guapa, porque era guapa y porque era mía, como el gato.
Ni mi guapa ni mi gato eran míos en propiedad. Los dos eran míos porque querían serlo, como yo de ellos. Y dejarían de serlo cuando ellos quisieran. Si mi guapa quisiera dejar de serlo, cogería las maletas y me abandonaría dando un portazo, y si mi gato quisiera ser el gato de otro, o quizá el gato de nadie, simplemente saldría por la ventana y se iría sin despedirse, ese era nuestro trato, esa era toda mi vida.
Por lo demás, nada considerable poseía, algunos objetos inútiles, una sólida reputación que no me sirvió para nada de provecho, bastante dinero ahorrado que jamás disfruté, y un puñado de conocidos que nunca fueron más que eso, conocidos.
He descubierto en estos días que estoy desapareciendo. Tener consciencia de un hecho así te hace replantearte toda tu vida. He comprobado que realmente no voy a echar de menos demasiadas cosas, quizá lo más triste de esta situación es darme cuenta de que el noventa por ciento de mi vida me la podría haber ahorrado, reuniones con gente que detestaba, conversaciones absurdas, personas intrascendentes, sexo maquinal y aburrido con desconocidas, trabajos rutinarios…, tiempo perdido, irremediablemente perdido, estúpidamente perdido.
Desde que empecé a desaparecer hablo en pasado sobre los seres que quiero, aunque sigan aquí, a mi lado, ya los siento muy lejos. Los veo todos los días por casa, pasando junto a mí, hablándome, pero al mirarlos tengo la sensación de estar observando una antigua película casera. Ahora entiendo a mi madre cuando, al poco de morir mi padre, pasaba las horas con sus viejas fotos, evocando lo feliz que un día fue. A mi me ocurre lo mismo, no puedo reprimir las ganas de observar a Lucia. Disfruto de su presencia y al tiempo sufro cada vez que la veo, como un bello recuerdo que ya nunca volveré a vivir. Con mi gato es distinto, creo que ha sido el primero en darse cuenta de que ya no estoy con ellos. Hace días que no se me acerca, ni me lo encuentro en la puerta esperando mi llegada, ya no busca mi regazo cuando hace frío, ni acude a mis llamadas. Su actitud me duele, pero la entiendo, desde luego la prefiero a la de mi mujer, ella sigue empeñada en mantener mi presencia. Siempre fue una mujer muy obstinada y no se resiste a perderme, aunque de sobra sabe que eso ya es imposible, hace mucho que empecé a difuminarme y ahora soy una pálida imagen de lo que fui, en pocos días ya no quedará nada de mí, solo el triste muñeco que es mi envoltorio.
Con la perspectiva que da mi situación, he comprendido que cualquier intento por evitar mi desaparición es inútil, inútil y doloroso. Solo espero que mi mujer lo entienda más pronto que tarde y sea capaz de sobrellevarlo lo mejor posible. Yo ya lo he aceptado, con tristeza pero serenidad, y, al fin y al cabo, puedo estar orgulloso de algo, mi mujer nunca se fue dando un portazo, ni mi gato quiso ser el gato de nadie más, al menos eso lo hice bien.
Ahora solamente me queda una cosa por hacer, seguir el consejo que un viejo amigo me dio e irme antes de que acabe la fiesta, porque no hay nada más triste que ser el último en marcharse de una fiesta y ver que ya no queda nadie a tu alrededor.

Tomado del blog: Un cuento a la semana

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