El Rey, secándose el sudor con el ruedo de la capa, lanzó un grito perentorio: —¡Alfil efe ocho a de seis! —Puso la mano sobre su frente y oteó el horizonte. ¿Sería posible? Las blancas habían vuelto a mover de inmediato. Seguramente deseaban aprovecharse de la situación y privilegiaban la velocidad antes que la precisión. Miró a su alrededor y detectó de inmediato la amenaza de la torre enemiga sobre la columna parcialmente abierta—. ¡Peón be siete a be seis! —La urgencia lo estaba matando. Miró una vez más sobre su hombro para cerciorarse y bufó. Controló el reloj y luego paseó la vista por el tablero. Si las blancas jugaban… ¡Maldición! ¡Habían jugado exactamente eso! Sintió una punzada en el pecho, pero no podía claudicar. ¿Qué hacer? ¿Retiraba el caballo o amenazaba el alfil del bando blanco? Se decantó por lo segundo—. ¡Dama e siete efe cinco! —Tendría que pensar; no podía responder al toque. ¿No podía? El bando blanco no sólo no retiraba la pieza amenazada, sino que al sostenerla con el peón liberaba la diagonal para que el otro alfil clavara a su dama. Era inaudito… Ya no resistía… Si no volvía pronto...
—Gracias; no podía aguantar más —se disculpó el jugador regresando a la mesa. Palmeó la cabeza del Rey como se hace con un sobrino y sonrió; no lo había hecho del todo mal, y menos considerando que el pobre estaba hecho de madera—. Esto me pasa por tomar tanta cerveza durante la partida. Te debo una.
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