jueves, 8 de septiembre de 2011

La piojera - Carlos Hughes


Más que historia, La Piojera debió tener prontuario. Uno cimentado en el ir y venir de sus puñaladas.
De ubicación difusa en los suburbios de Trelew, ostentaba una fama atroz y la habitaban, en general, personajes oblicuos, pendencieros de poca monta, de linaje corto. Boliche top del lumpenaje, la mayoría de sus guapos murió en su ley, tripas al aire, entre suspiros fatales. Pero no fue así para todos. Un par de ellos sortearon ese destino seguro hasta que un duelo terminante los enfrentó; y se batieron por la sangre misma.

Vicente Medina aprendió primero a clavar la faca y, bastante tiempo después, a limpiarse los mocos. Deambuló la estepa patagónica con su padre Dionisio, un cabo perseguidor de indígenas que desertó del ejército tras desollar a su propio jefe allá lejos, en un regimiento de Patagones.

Los Medina eran gente fría, de educación un tanto rupestre y pocas pulgas. Dionisio huyó al sur sabedor de la Ley ausente; se ganó el sustento entre señaladas ajenas, apuestas oscuras y retos perversos. Dicen que pasó por su filo a una veintena de paisanos; y que se volvió a los pueblos porque la misma muerte lo andaba persiguiendo por los campos agrestes, hoz en mano.

Trampeaba en tabas, naipes o lo que cupiera. Saldaba las discusiones con puñaladas certeras y desde ese mismo ejemplo, mientras tanto, educaba a Vicente en tales menesteres.

Un febrero caliente Dionisio encontró la muerte, de forma ruin. Escondido en las noches, tentado por la ginebra, arriesgó el encuentro con la soldada para saciar su sed pendenciera: quiso alardear de guapo pero terminó huyendo de los oficiales, sabiéndose en desventaja. Se cayó en el canal de riego y se ahogó en el agua chocolatada.

Vicente, 20 años y reyertas varias, siguió el camino de la estirpe. Ganó fama tras una pelea cruenta en una estancia distante de la meseta santacruceña. Terminó una discusión de polleras con un puntazo diestro, justo en el orificio de la oreja rival.

Mustio Rodríguez nació peleando. Fue camorrero de chico, lo echaron de los colegios y terminó en un centro de curas cuando una mañana despertó y encontró a sus padres atravesados por un par de hachas, víctimas de una venganza tan oscura como los aguantaderos en los que se movían. Desde el vamos la pasó mal. Incorregible, un párroco con aires castrenses lo castigó día tras día para sacarle el diablo del cuerpo, pero no hubo Dios que pudiera. A los 14 escapó. Punto de partida para la vida al límite.

Se movió entre piringundines y tuvo la existencia del ratero. Huyó al oeste perseguido por la autoridad y pareció encontrar paz carneando ovejas, pero la bebida y una partida de truco mal resuelta cambiaron su historia. Finiquitó ese asunto a cuchillazo limpio, liquidó a su rival y también al amigo de éste que vino en auxilio. La noche lo encontró jineteando a pelo, con el rostro helado, y el destino incierto.

La Piojera fue para Vicente, y también para Mustio, estancia obligada en las noches de paso rápido por la zona. Pero jamás se habían visto cara a cara. Hasta los ladinos cumbres, rudos en toda su rudeza, dejaban afuera las mentas de guapo ante sus presencias fuleras. Sus estampas cortaban el aire, los malos se ponían mansos y los buenos, mudos.

Luz tenue y pasodoble de fondo, a pura guitarra. Humo espeso de cigarrillos baratos, con mucho olor a ginebra. Un clima pesado en un invierno bravo, ventoso, patagónico.

La Piojera tenía la barra al fondo, algunas mesas contra esas paredes amarillentas que alguna vez fueron blancas, y un piso hecho a las apuradas sin demasiada pasión, ni las herramientas apropiadas. La luz, más bien escasa, dejaba ver más los contornos que los detalles, y todo se perdía con el blanco de la fumata de los armados, que era general y era mucha porque abundaba el tabaco húmedo.

La fauna siempre fue variopinta: citadinos de pañuelos pitucos se mezclaban con peones de estancias, de esos que andaban por el pueblo haciendo compras de almacén.

Fue pelea de cuchilleros probados. Pero se desconoce por qué lo fue. Acaso se hayan batido sólo por el empuje de su fama, vaya a saberse. Medina apuraba una ginebra acodado en la barra cuando Mustio se detuvo en el umbral de la puerta. Se callaron las guitarras, el silencio le ganó al murmullo y la danza se cortó en dos para abrir el paso entre ambos. Cruzaron miradas severas y los ganó la acción. Recorrieron con parsimonia el salón, en ronda y levemente agazapados, ya con facón en mano derecha y poncho enrollado a la izquierda. Entre amague y amague fueron midiendo distancia, mientras el viento presagiaba la muerte con su frío filoso y movía con sigilo la lamparita del salón, recortando sombras en los cuatro rincones de La Piojera.

Mustio lo tajeó en el primer avance, en el pecho, y el hilo púrpura arrancó el primer suspiro del gentío, pero Medina reaccionó y le fue al cuerpo a cuerpo. Forcejearon incómodos, trastabillando, y cuando se separaron la sangre ya marcaba a los dos, pero no tenía dueño. Mustio se distrajo y recibió un puntazo eficaz en el pecho, frunció el ceño pero no hubo queja y devolvió el ataque. Fue un instante, se cruzaron rápido y cuando tomaron distancia ya Medina mostraba la panza abierta de lado a lado. Mustio creyó el duelo ganado y bajó los brazos. Subestimación fatal: su rival se le vino encima y le clavó el puñal a la altura del ombligo y así como estaban, con las miradas agudas a dos grados de distancia, y los alientos mezclados, sacó a relucir su fuerza brutal subiendo el filo mientras arrastraba tripas y huesos para dejarlo abierto en dos partes...

Atinó a escapar, salió como pudo agarrándose del aire, y se perdió en la noche. Fue a morir varias cuadras más allá, herido de profundidad. Lo encontraron frío, aferrado a un poste de luz, mientras el brazo derecho sostenía las vísceras que ya ganaban una nube de moscas.

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