Barrancas de Belgrano. Salgo a la calle en pleno diluvio, abro mi paraguas y me pregunto por qué me habré puesto tacos en un día con alerta meteorológico. Empiezo a caminar despacio hacia Cabildo, barranca arriba, algo definitivamente no fácil con estos zapatos. La gente corre mientras yo juego con el viento y mi paraguas: “que no me lo rompés, que sí, que no, que sí”. Prolijamente piso todas las baldosas flojas disponibles. Está empezando a hacer frío; el viento lo está trayendo. Llego a la esquina de La Redonda, una iglesia increíble sobre la que pesan tantas leyendas… y sucedió; fue solo un instante. Parada en la esquina mientras espero el cambio de luz del semáforo pongo mi paraguas de costado para ver la cortina de agua reflejada en la farola de la calle; un padre se empapa con su hijo chiquito a upa, me da pena, el frío, el futuro resfrío; escucho el ruido de cascos contra el asfalto (¿todavía queda algo de empedrado en Belgrano?). Ruido de cascos, sí, en Barrancas de Belgrano. Bajo el diluvio, con La Redonda de fondo, veo venir a cuatro caballos con sus correspondientes jinetes con sus correspondientes capotas. Instante mágico. El ruido de cascos se aleja mientras con total felicidad recupero la sensación de vivir en una ciudad fascinante. Así, con una sonrisa leve y serena, llego a Cabildo. Enseguida viene el colectivo y al subirme me doy cuenta que estoy de buen humor. Saludo al colectivero, quien al devolverme el saludo también parece contento; le pido el boleto y me siento en el primer asiento de la puerta del medio. El colectivo está casi vacío y algo raro empieza a suceder; a la mayoría de la gente que sube le encuentro cara conocida. ¿De dónde los conozco? No me acuerdo, pero es agradable viajar con supuestos conocidos. Hasta que sube ella: una señora totalmente común, con ropa común, voz común, pero con una mirada… sí, cuando me mira también pienso “a esta mujer la conozco” pero la sensación es por demás desagradable, sombría. Se sienta en el primer asiento y comienza a hablar con el chofer. El diluvio afuera continúa, las calles tienen más y más agua acumulada, el colectivo a veces patina al frenar y esta mujer que no para de hablar... Por suerte el chofer es cuidadoso, pienso. La lluvia torrencial impide ver el afuera con claridad. Entramos al túnel y, de repente, no sé si estamos patinando o flotando pero siento que el colectivo de a poco se convierte en uno de juguete y rebotamos contra el paredón, sin que nadie emita sonido alguno, volvemos al medio del túnel a rebotar contra las columnas, de nuevo vamos hacia la pared cuando finalmente el silencio se rompe, el chofer grita “¡No!” y todo se oscurece.
Me dicen que ya me revisaron, son desconocidos que no paran de hacer preguntas y aseguran que el golpe en la cabeza fue muy fuerte pero que estoy bien, que ya volví. ¿De dónde?
Pido ir al baño, necesito escapar de tantas voces y manos. Me acompañan a la puerta y aquí estoy, sentada en el baño de un hospital, sin saber quién soy.
Tomado de El patio de la morocha
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