Le tengo dicho: “No abras la ventana.” Pero no, cada tanto viene, la abre, le hace entrar luz al ambiente. “Me da frío,” le digo. “La luz hace mal a mis ojos,” le digo. Como si nada, como si le hablara a un sonámbulo: abre, sacude, deja que entre la luz. Siento frío y se nota porque mi piel se pone con crestas puntiagudas, como olas de un mar caótico, de mar de vendavales y borrascas de alta mar, pura espuma, perro hidrófobo. “Tengo frío,” languidezco. Finalmente, me duermo con mi piel de mar, temblando. Sueño con ella despertándome pero sin verme. Abre la ventana cuando hay luz. Está en aquel lugar, pero también está conmigo mientras abre la ventana. “Tengo frío,” le digo aún dormido y hace como que no me escucha. El aire que entra por la ventana parece ingresar por una herida tajeada por el acero de una espada recién forjada, afilada con las fauces de un dragón. “Tengo frío,” y no comprendo por qué tengo frío. Ella me arropa.
—Señora —la enfermera la toca con suavidad— no ponga su mano sobre la placa de titanio del cráneo de su marido. Peligra la sutura.
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