jueves, 2 de junio de 2011

Sor Constance - Raquel Barbieri


Nacida dentro de un hogar sin religión profesada, y ni siquiera confesada o meramente mencionada, Constance terminó siendo religiosa de clausura.
Sus padres no la educaron en la fe, aunque tampoco en contra de ella. La niña de diez años, volviendo una tarde de la escuela, se paró frente a la Catedral Basílica de Saint Louis en Missouri y sintió que quería estar allí dentro. Maravillada ante el trabajo de mayólica en donde prepondera el verde veronés, se sentó en el tercer banco del lado izquierdo, en el sitio pegado al pasillo. Respiró primero algo arrítmicamente, quizás debido al impacto de encontrarse sola en un lugar desconocido y de dimensiones que la excedían. Cuando se acostumbró al entorno y al sordo ruido de un templo solamente habitado por las imágenes santas, se acostó en el banco, zambulléndose en la simbología para ella incomprensible representada en el domo.
Cambió luego de lugar, pasó al grupo de bancos del lado derecho y eligió la séptima fila. Sus ojos chocaron con una inscripción en bronce aludiendo a una familia benefactora de la Catedral Basílica. Ella pensó que serían los dueños de la iglesia; el apellido archiconocido de estas personas tan ricas de Saint Louis no era ignorado por nadie. Dejó el bronce labrado en el olvido y pensó en qué cosa sería orar y por qué sus padres no le habían enseñado. Descubrió que en los bancos había himnarios y un librito con las partes de la misa. Leyó hasta que le picaron los ojos, y en ese momento decidió que iría allí todos los días un rato a estar sola y tranquila, lejos de sus padres que parecían vivir una dimensión paralela a la suya, una dimensión en donde la esencia de la pequeña Constance no era advertida ni tenida en cuenta.
Sus padres y amigos no le alcanzaban para vivir.
Creció y se cultivó. Fue una mujer bonita y sonriente que un día después de su cumpleaños número dieciocho, marchó con su valija hacia el claustro que se encuentra en las afueras de Maplewood, no muy lejos de la capital: un muro imponente de ladrillo tras el cual, luego de un parque fantástico, esmeradamente cuidado, se yergue un castillo de la época en que los franceses eran los pobladores de esa parte del medio oeste americano, antes de que los ingleses los quitaran del medio.
Tras los muros y dentro de esa santa fortaleza rodeada de la naturaleza más vasta, Constance se convirtió en Sor y vivió, no sin tener algunas dudas a veces, desde sus dieciocho años hasta que murió a los ochenta y cuatro.
No existe una sola forma de felicidad.


Extraído del blog Despertar de la Crisálida

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