Sentado junto a la ventana con la mirada clavada en la esquina revolvía el último café. ¿Aparecerías? Tanta espera terminó por enfriar ese pocillo al que le confiaba mi ansiedad. Además de enfriarse, el café comenzó a largar unas burbujas pastosas que se derramaron sobre el platito, luego sobre la mesa desvencijada y terminaron chorreando por los bordes hasta caer al piso. Cada vez más voluminosas, las burbujas explotaban contra los antiguos mosaicos y salpicaban en todas direcciones. Acabaron por inundar la confitería y los adormilados parroquianos se sobresaltaban al sentir esa viscosidad que empapaba los zapatos, atravesaba las medias y al tocar la piel producía un intenso picor. De a uno huyeron del bar y hasta el mozo, el muchacho de atrás de la barra y el cajero, que seguramente es el dueño, salieron carpiendo sin más, abandonando el lugar a su suerte.
Nadie quedó, salvo yo sentado junto a la ventana, ido, esperándote, sin detener ese suave movimiento circular de la cucharita en la taza; apenas consciente del efecto que producía.
No sé cuánto tiempo pasó. Supongo que bastante; siempre fui un hombre paciente. Además ya empezaba a amanecer y la primera claridad fue la que me sacó del ensimismamiento. El caso es que terminé por comprender que no vendrías. Chapoteando sobre esa gelatina negra que llegaba hasta mis rodillas me puse de pie, tomé el viejo gamulán del perchero y salí a la fría mañana. Empezaba a lloviznar. Tomé una solapa con cada mano y tiré de los extremos para cubrir mi garganta. Había olvidado la bufanda y la gorra en el bar, pero no quise regresar. Espero no resfriarme. Eso sí sería un problema. No creo que me queden días por enfermedad en el laburo.
2 comentarios:
buenísimo.
muchas gracias
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