Kafka estaba inmerso estudiando la nueva edición del manual de seguridad laboral. El secretario se acercó con una taza llena de café, tropezó y volcó el contenido, que en parte salpicó a Kafka, sobre la alfombra, donde un diseño de escarabajo real dejó escapar un grito salvajemente agudo. La imagen gritó que dieran gracias que no escapaba de ahí.
Sin poder dar crédito a lo que oyeron, ambos discutieron hasta muy tarde sobre las capacidades de cada uno de ser ventrílocuos sin saberlo. Luego de tres pintas de cerveza, concluyeron que ninguno lo era, que el escarabajo realmente había hablado.
Al día siguiente, Kafka pisó con fuerza esa imagen bordada y sólo logró que emitiera un gruñido muy similar al del piso de madera, de modo que no se convenció y siguió trabajando en su manual.
Cuando llegó a la parte de incendios, comenzó a leer en voz alta y escuchó una risa inconfundiblemente de escarabajo.
—¡No se puede salir por esas ventanas, idiota! Sólo un escarabajo podría.
—¿Estás enterado de cómo son las salidas por las ventanas?
—¡Cómo no! Nací escarabajo. —Pero luego mascullo—. Aunque no sé cómo fue que nací Gregor Samsa.
—¿Qué fue eso último? ¿Eres Gregor?
—El mismo. Me bordó mi madre de pura pena.
Cuando Kafka despertó, todavía quedaba media pinta de cerveza en el balón. El jefe lo estaba mirando con una carta de despido en mano. Mientras se alzaba, Kafka se dijo que debería encontrar una buena excusa esta vez o no tendría más remedio que publicar alguna de esas novelas para poder vivir.
Sobre el autor: Héctor Ranea
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