Le llamaban “El orate visionario”. No había nacido allí. Había llegado al pueblo de pequeño, con una tía suya, que había tenido que tomarlo a su cargo cuando se quedó huérfano. Nadie sabía a ciencia cierta qué edad tenía Pedro, nadie había cruzado nunca una palabra con él. Pedro no hablaba. Sólo decía “mamá”. Deambulaba por las calles sin rumbo fijo, echaba a correr de pronto sin motivo alguno y se agazapaba detrás de un matorral o se metía en un portal como para resguardarse de un grave peligro. El apodo de visionario le venía por la expresión que adoptaban a veces sus ojos cuando se detenía de repente y se quedaba mirando a un punto fijo, aterrorizado, temblando y petrificado al mismo tiempo. Ni las burlas ni los empujones de los chiquillos conseguían sacarle de aquel ensimismamiento, que sólo se rompía cuando su tía acudía a rescatarle y se lo llevaba a casa cogido de la mano. “Mamá, mamá”, decía entonces con voz entrecortada.
Así transcurría su vida desde los cuatro años, cuando su padre degolló a su madre en su presencia y se descerrajó después un tiro en la sien.
© Anna Rossell
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Anna Rossell
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