Desde que Federico Celadis murió en 1941, el que fuera su hogar se había convertido en un lugar de pesadilla.
Ni el párroco don Alberto, aprendiz de exorcista, ni el doctor Guzmán, psiquiatra y parapsicólogo, ni siquiera los cazafantasmas traídos desde la capital, habían conseguido parar los terribles fenómenos paranormales que en aquella casa acontecían.
Ya fuera de día o de noche, los libros de la biblioteca volaban de un lado a otro de la habitación, mientras se escuchaban terroríficos golpes acompañados de sobrecogedores gemidos y las luces se encendían y apagaban sin cesar. Así que no había inquilino que superara la primera semana de estancia en aquel apartamento maldito, en alquiler desde la muerte del escritor, que no dejó familia.
Desde hace un tiempo me dediqué a investigar el caso de Celadis. Y supe que durante su vida había mantenido una continua batalla legal contra editores y editoriales. Él era un convencido de la difusión cultural gratuita o a precios simbólicos, pero los editores eran unos ávidos capitalistas.
Ese fue un buen dato, y decidí alquilar la vivienda endemoniada a precio de saldo.
Solo he tenido que esperar unos días, y ahora que se cumplieron los 70 años de su muerte, he decidido habitar la casa. Como me imaginaba, es un remanso de tranquilidad, una vivienda excelente conseguida a precio de risa. Y mi intuición no falló: ahora que su obra pasó al Dominio Público, el alma de Celadis descansa, por fin, en paz.
Javier López
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