Te hubiera dicho que las cosas son raras. No la vida, sino el ordenamiento de las cosas en el universo. La forma en que éstas suceden, se encadenan como si quisiesen decirnos algo. Pero no te dije nada, por supuesto. No te dije nada porque sí, porque subiste al colectivo con esa expresión de vampiresa ausente, entallada en una pollera amarillo patito que te juntaba la piernas en un tubo hasta la rodilla, la boca semiabierta como si, debajo de los anteojos negros, estuvieses suspirando con los ojos. No te dije nada porque habíamos hablado muy pocas veces, casi nunca, un saludo apenas, y sobre todo porque caminaste por el pasillo del ómnibus mirando a todos y a nadie y te sentaste tres asientos por delante, también al lado de la ventanilla, con la misma languidez con que te había imaginado en la mañana, cuando había descargado mi mal humor soñándote despierto, y vos habías aparecido en mis sueños hecha una casualidad, una fatalidad cotidiana, y te habías entregado sin una palabra y yo lo había aceptado como se acepta lo deseado, una mano de plano sosteniendo el cuerpo contra la pared de azulejos del baño, la otra agitando las urgencias entre mis pantalones, donde te soñaba.
Una señora se sentó a tu lado y no pude dejar de pensar que desde la mañana, quizás desde el comienzo de los tiempos las cosas habían estado sucediendo para que nos encontráramos. Gente, calle, trámites, autos y señoras que fueron sentándose a tu lado en el colectivo, un mare magnum que se entrecruzaba como cables para que nos encontrásemos después del sueño. Claro que no como te había imaginado en mi cabeza, en la humedad, en la sordidez, sino en la tarde clara que brillaba y limpiaba el sabor a culpa y traía, como una ola, sólo la rémora suave y salada del amor imaginado entre tus piernas. La pollera arriba, hasta la cintura, y mi boca hurgando entre tu blusa con una premura lenta que te hacía oler igual que le viento antes de la lluvia. Ahora, no. Ahora estabas levemente inclinada hacia la ventanilla y podía ver el reflejo de tu perfil en el vidrio sucio. Ahora mirabas a través de ese vidrio sucio la calle. “El aleteo de una mariposa en Pekín puede producir un terremoto en Los Angeles”, pensé. Ibamos a viajar a tres asientos de distancia. A viajar a la misma velocidad en ese colectivo, siempre separados por esos tres asientos, unívocos e indestructibles, porque éramos dos tipos justificando el universo sin conocer sus leyes. Ibamos a mirar las mismas cosas, y nuestras miradas se unirían en algún punto. La vidriera de los negocios, los puestos de flores, el vigilante, el diente pintado de negro en la cara del político del afiche. La impertinencia de los que de una u otra forma querían hacer seguir andando el mundo, como si no supieran que ya no dependía de ellos.
Son raras las cosas, te hubiera dicho. La caída de un tenedor, la premonición fugaz de cruzarte de pronto con aquel que creímos descubrir en el lento agacharse a recogerlo. La sensación de que el tiempo es apenas una línea que nos resta recorrer como si fuese un pasillo sin salida, construido hace miles de millones de años, en el que sólo nos está permitido dar vuelta la cabeza de vez en cuando o atisbar poco más adelante, donde una última lamparita amarillenta y apocada por la mugre cuelga del techo. Pero no te dije nada porque era natural que yo me levantara primero del asiento al llegar a destino. Era natural que vos te levantaras después, y caminaras como un felino, aún con el bamboleo del colectivo, como si el roce de tu entrepierna pudiese producir polvo de estrellas. Natural que te quitases los anteojos para saludar con una breve sonrisa, y que yo, en vez de decirte que estabas verdaderamente linda, tan linda que metías miedo, te tocara una teta, tímidamente pero con toda la mano abierta. Natural que te bajaras puteándome del colectivo y yo me quedara callado, aguantando el ensañamiento de dos o tres tipos que me trompearon hasta tirarme por la puerta dos paradas más allá, no sin antes pisarme un ojo. Natural que sentado en la vereda siguiera pensando en vos. En los tres asientos que nos habían separado durante cuarenta minutos, y en tu mirada y la mía, que se habían tocado una y otra vez sobre los objetos, como la de dos viejos amantes que se hacían compañía para soportar la derrota, lo indefectible.
Acerca del autor:
Walter Iannelli
1 comentario:
Hermoso y muy bien escrito...
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