miércoles, 30 de marzo de 2011

El fin de la soledad - Néstor Darío Figueiras


Las tres de la mañana, y el maldito colectivo no viene. Hace una hora que lo esperas bajo la garúa fría que no cesa. Como todas las noches, lamentas que esta calle sea tan solitaria. No dejas de vigilar el manicomio que domina la cuadra, al otro lado del pavimento. Una sirena a lo lejos… No parece una ambulancia. Piensas que es un patrullero que ronda por ahí, en busca de violadores o ladrones. Pero sabes que lo más probable es que los oficiales estén forzando a algún travesti, amenazándolo con encerrarlo si no les hace un “completito”.
Como todas las noches, los gritos escalofriantes de los locos del manicomio te recuerdan que no debes dejar de vigilar. Has oído las cosas que se cuentan de ese lugar… Aterrada, vuelves a atisbar las innumerables ventanas que titilan en la mole de cemento mohoso. Son como ojos luminosos. Nuevamente otro grito. Y otro. Te percatas de que las luces mortecinas merman con cada alarido, como amagando un apagón. Pero sabes que la causa de esos gritos eres tú, y no el electroshock.
En medio de la llovizna barrosa, que telegrafía señales secretas sobre el techo de chapa de la parada, se impone un ruido de vidrios rotos. Entonces una sombra desaforada se echa a correr por el parque de la clínica siquiátrica. Grita diabólicamente mientras se dirige hacia la calle. Te estremeces. Entonces ves el resplandor de las luces del colectivo por el rabillo del ojo. Tu salvación. Levantas la mano, desesperada, como si pudieras apurar su andar tardío de trasnoche. Aunque hace un guiño con las luces, parece que no va a llegar a tiempo. El crescendo de la alarma aumenta a niveles insoportables. Las corridas se multiplican sobre el césped resbaloso. Los guardias amodorrados gritan y tratan de alcanzar inútilmente a la bestia alucinada, que ahora está saltando la verja. Una vez en la vereda, te clava una mirada feroz. Escuchas que el colectivo ruge, apurando el motor. Sigues con la mano extendida, temblorosa y apremiante, pero ya es tarde. La luz halógena de la calle descubre a tu cazador, que jadea y babea asquerosamente. Ves su rostro lastimado, y, en el torso desnudo, las costillas moreteadas, la piel quemada. Te preguntas como es posible que esos locos de mierda siempre adivinen tu presencia, y aunque estás paralizada, empiezas a temblar sin control.
La bestia se abalanza hacia ti, con las manos prestas a romperte el cuello. Entonces el colectivo, irrefrenable y mortífero, la intercepta en la mitad del asfalto, golpeando su cuerpo magullado. El ruido a huesos rotos, sordo y fuerte, se transforma bajo las ruedas en múltiples chasquidos y crujidos. Luego, el chirrido largo y humeante de los frenos. Los gritos de guardias y enfermeros se pierden en el ulular oscilante y estrepitoso de la alarma del manicomio. La llovizna implacable va arrastrando lentamente la sangre del cuerpo destrozado hacia las alcantarillas. Esa sangre impía hace que vomites entre espasmos y cólicos agudos. Bilis y jugos gástricos, nada más, porque no te has alimentado bien últimamente.
Tú, muerta de miedo, y el chofer, imperturbable y paciente, se dejan llevar dócilmente a la comisaría, y prestan declaración ante los oficiales haraganes e ineptos. Te sorprende que no se molesten en verificar las identidades de ambos. Te asombra que basten tu asustado “nada más esperaba el colectivo, fue todo tan repentino que no pude ver bien lo que pasó” y el seco “no los vi, ni al loco ni a ella” del chofer ojeroso. Sólo cuando se les permite irse reparas en su extrema palidez, en su andar sigiloso y en las uñas de sus manos, largas y afiladas. Ya en la calle, donde agradeces que a las cinco de la mañana la oscuridad morosa de las noches invernales se resista a irse, te guiña un ojo, como dos horas antes lo hiciera con los faroles.
—Eres nueva, ¿no? Te he observado durante las últimas noches, cuando subes al colectivo...
Intentas decirle que no sabes de qué está hablando.
—No te preocupes, todos tuvimos miedo al comienzo. Supe que iba a matarte, por eso lo atropellé. Algunos dementes intuyen nuestra presencia y son compelidos a destruirnos. Si no aprendes a usar tus poderes no sobrevivirás. ¿Cómo crees que nos zafamos de la policía? Y búscate un empleo nocturno. Es lo mejor. En mi caso es fácil, los pasajeros casi siempre están adormilados, drogados o borrachos, y no oponen resistencia cuando los muerdo…
Mientras se despide, algo que creías perdido para siempre se agita donde alguna vez latió tu corazón: la esperanza. La sonrisa te dura incluso cuando bajas la tapa del ataúd y te sumerges en las sombras; porque sabes que nunca más estarás sola, y eso aleja todos los temores.

4 comentarios:

María Taltavull dijo...

Brillante, un gran cuento. Vaya esperanza... ¡Felicitaciones!

Javier López dijo...

Y a mí que me había caído bien la chica... Buen clima para un notable cuento.

El Titán dijo...

De antología, no podía parar de leer...
Coincido con María y Javi...brillante...

nestordarius dijo...

Bueno!!! gracias María, Javi y Titán. Cuántos elogios. Un saludo grande ;-)