Sólo había un zombi en aquella ciudad. Su enfermedad no parecía contagiosa y los cadáveres de sus víctimas no se levantaban siguiendo sus pasos. Sin embargo, su voracidad come-cerebros lo llevó a cometer múltiples asesinatos.
La justicia, ciega a cualquier elemento insólito/fantástico, procesó al zombi y lo condenó a la pena capital.
Aplicada la pena en la silla eléctrica y, una vez que el médico certificó su defunción, el zombi se levantó con intención de marcharse. El debate suscitado fue notable:
“El zombi ha cumplido la pena y por tanto pagado su culpa ante la ley; es libre, pues, de marcharse”. “Justicia… entran por una puerta y salen por otra”. “No puede juzgarse a nadie dos veces por el mismo crimen; es más, no puede ejecutarse a nadie dos veces por el mismo crimen…”
Gracias al vacío legal, el reo pudo marcharse en libertad y volver a sus macabras andanzas. Cada comida le salía por una condena y ejecución; apenas una molestia y algo de tiempo perdido.
Detractores y defensores de la pena de muerte coincidieron por una vez en que la pena capital era absolutamente inútil.
La solución vino dada por un ablandamiento de las condenas.
Actualmente, el zombi se pudre (literalmente) en una celda de máxima seguridad cumpliendo cadena perpetua. Probablemente sea la única ocasión en que dicha pena se cumpla en su totalidad.
1 comentario:
Muy buen cuento, Antonio, felicitaciones.
Publicar un comentario