domingo, 6 de febrero de 2011

Noche de concierto - María Laura Sánchez


Las butacas se ocultan en las sombras, apenas amorfas figuras: tal vez monstruos, tal vez plantas malignas. La penumbra oprime, quiere volverse tiniebla. El teatro promete ser mazmorra, pero también tabernáculo. Miro hacia abajo, el abismo de las plateas. No sé si imagino las luces, o si en verdad arden iluminando un posible camino.
Suena un piano: invitación vigorosa, alegre. Pero lo interrumpe una trama de violines y flautas que se desliza por un tronar de violoncellos. Nuevamente el teclado de ébano y marfil conquista el aire, y la orquesta calla. Un lento duelo a primera sangre, y el vencedor es el piano.
Y ahora vibra la tristeza en cada nota de la partitura. El solo se convierte en arena que inunda mi garganta, agujas que penetran mis oídos.
Intuyo que esto no ha sido compuesto por un ser humano. Sé que no puede tratarse de una mera combinación de claves en un simple pentagrama. Ha sido urdido por alguna criatura sobrenatural.
La respuesta llega como una revelación: en verdad este adagio es una serpiente de música que cobra vida, que sisea un hechizo desplegando magia en los pobres corazones mortales.
Y en la escena sucede lo imposible: un ruido atronador, temblores, el escenario que se sacude, que se desgarra en un sismo.
Me levanto de la butaca. ¿Acaso mis ojos me engañan… o es otro truco de la serpiente? Porque ahora un relámpago golpea furioso, y de las chispeantes entrañas de la tierra emergen flores y piedras y pájaros. Se eleva el tablado, se deshace en cintas de madera que danzan en el aire, ahora húmedo, de la sala. De pronto las cintas dejan de volar y forman una sola figura.
Un puente.
Conjeturo que en cualquier momento aparecerá una cascada envuelta en el telón, hará su aparición un bosque encantado.
Y el puente podrá elevarnos hacia ese paraíso. Y salvarnos.
Eso creo.
Pero no estoy segura de querer atravesar ese puente.

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