Palmira era una de las tantas jóvenes que se había propuesto dejar su pueblo para aventurarse, buscando fortuna, en una gran ciudad. El crío tenía apenas un año y había empezado a dar los primeros pasos, y ella pensó que era el momento justo para hacer el viaje. La Pampa no daba tregua a sus habitantes, rodeándolos siempre con su aridez. Aquella era una extensión interminable de campos hasta donde para los cardos era dificultoso crecer.
Su madre le ayudó a juntar el dinero y fue así, como pudo pagar el pasaje.
En la terminal de ómnibus la despidieron sus hermanos, y el crío en brazos de la abuela. Palmira subió al micro y desde la ventanilla agitó su mano con entusiasmo.
Cuando llegó era de madrugada y la ciudad desbordaba de luces. El verano estaba en todo su esplendor y los negocios le parecieron lugares fabulosos, inalcanzables para su pobreza.
Palmira caminó entre la gente pero no se atrevió a preguntar a nadie la dirección que llevaba escrita en el papel. Cansada de andar se sentó en la rambla. Del otro lado el mar, imperioso, como un monstruo gigantesco y negro junto a la orilla.
Después, siguió hasta una plaza y se dispuso a dormir en un banco de cemento. La noche era cálida, diferente a la de su pueblo, una noche despoblada de estrellas.
Alguien la sacudió y Palmira se despertó sobresaltada; enseguida intentó recordar aquella cara, pero no pudo, era una cara desconocida.
—¡Acá no podés estar! – le ordenó el uniformado mientras ella se incorporaba —¿De dónde sos?
—Vengo del campo… – titubeó temerosa y buscó rápido el papel que tenía en el bolsillo del pantalón para dárselo. —Vea, voy de mi amiga…—contestó a media voz.
El hombre le devolvió una sonrisa mientras hacía un bollo con el papel.
—Tomate cualquiera de los azules. ¡Van todos al puerto! – le dijo señalando un colectivo que pasaba por la avenida, y siguió caminando, indiferente, dejando atrás a la joven como si no existiera.
El sol subió blanquecino, perezoso, opacado por el salitre del viento. Palmira pronto estuvo allí, donde el olor a pescado se volvía nauseabundo. Deambuló cerca de los barcos y un grupo de bichos inmensos que dormían bajo el sol, hicieron que se sorprendiera. ¡Vaya Dios, a saber qué eran!
Desde la puerta de un galpón una mujer obesa le hizo señas para que se acercara y Palmira respiró aliviada, alguien parecía conocerla en aquel lugar.
—Soy Palmira, la amiga de Rosa… – le dijo a la mujer, mientras ésta la miraba con aire indagatorio.
—Todas son amigas de Rosa… ¡Vení conmigo, pasá! – la instó la mujer y Palmira entró en el galpón.
El lugar estaba lleno de mesas donde hombre y mujeres fileteaban pescados y los volcaban en tachos de plásticos. Allí adentro, el olor era más fuerte y el calor hacía que aquellas personas se vieran sudadas y desprolijas. Ninguno reparó en su presencia, ni siquiera alzaron la vista para mirarla.
El cuarto era pequeño, sin ventanas, y el mobiliario estaba formado por una cama y una mesa de luz. Una lamparita colgaba de un cable aclarando el lugar en forma grotesca y tenebrosa.
—¿Tenés documentos? – le preguntó la mujer mientras arrojaba una bolsa sobre la cama. – ¡Tomá, ponete esto!
Palmira se acercó a recogerla tímidamente y se quedó con la bolsa en la mano sin saber qué hacer.
—¡Dale, cambiate! – la intimidó la mujer, entonces Palmira se desvistió mientras la obesa la observaba. Después guardó la ropa en su bolso de mano y la mujer dejó la habitación. Enseguida regresó acompañada por un hombre robusto. Al verlo, Palmira bajó su cabeza encorvando los hombros, avergonzada ante aquel hombre, y de pronto vio sus pies, descalzos, tan desnudos como su cuerpo.
—Este es Carlos, él te va a enseñar el trabajo. ¡No me hagas quedar mal! – le dijo la mujer, y dejó a Palmira en manos del extraño.
La mujer nunca volvió y Palmira aprendió tristemente en qué consistía el trabajo.
—¡Ahora salí y ganate la comida, el techo lo tenés acá! – le dijo el hombre mientras se acomodaba los pantalones. Palmira se quedó muda, con los ojos enrojecidos, se acordó del crío, pero los recuerdos enseguida desaparecieron.
—Necesito hablarle… – suplicó al hombre.
—¡Ma que hablar! Acá tenés que hacer. Y mirá que la yuta no anda con vueltas… ¡Deciles siempre que sí!
Entonces Palmira salió a las calles y conoció el dolor, el hambre y otras penurias, y muchas caras que una vez le habían resultado repulsivamente desconocidas, se convirtieron en su sombra.
El atardecer llegaba lento agobiado por la lluvia. Palmira caminaba junto a la ruta. Del otro lado el mar, con sus vaivenes salvajes y su murmullo ensordecedor.
Los meses habían pasado y Palmira seguía allí, muriendo en un mundo ajeno y perverso. Las luces del día desaparecieron y la ruta se volvió aún más húmeda, más oscura y resbaladiza.
El auto se detuvo a su lado y uno de los hombres llevó la linterna hacia la cara de Palmira encegueciéndola.
—¡Subí! – le gritó el que estaba al volante.
Palmira los conocía, los conocía mejor de lo que los conocían sus esposas y sus hijos.
—¡Subí, que tenemos poco tiempo! – le ordenó el de la linterna.
Sin embargo Palmira siguió caminando. Palmira quería volver al campo, volver con los suyos. Sus lágrimas se confundieron con la lluvia.
Los hombres se miraron. El lugar estaba oscuro, vacío.
Ahora la lluvia caía con fuerza y se convertía en una cortina impenetrable de agua.
El hombre guardó la linterna en la guantera y llevó el cuchillo junto a sus pies, mientras el auto retomaba la marcha deslizándose en forma lenta hacia ella.
—¡Subí! – volvió a decirle el uniformado mientras estiraba su brazo para abrir la puerta trasera.
—¡Subí que te alcanzamos al puerto!
Tomado de http://silvanadantoni.wordpress.com/
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