Todos sabían que al rey Pigmalión le molestaba el temperamento histérico de las mujeres, sobre todo si éstas no eran hermosas. Nadie se extrañaba de que pasara sus días esculpiendo a su mujer ideal: una preciosura de mármol blanquísimo a la que llamó Galatea. Solía hablarle a la piedra cual si fuera su dócil amada. No pocas veces yo, que lo asistía, temí por su cordura.
Una vez finalizada su magnífica obra, el rey sintió que la amaba con pasión y rogó a los dioses que insuflaran vida a su estatua para que terminara con la soledad de sus días. Yo también rogaba.
Finalmente se apiadaron de nosotros y Galatea cobró vida.
Tal era la alegría que sentíamos los tres, que fuimos a agradecer a los dioses a la orilla del mar. Galatea no dejaba de alabar a su amo y Pigmalión no cesaba de elogiarse a sí mismo por tal perfección.
Después de la primera zambullida de los amantes, comprendí que mi ruego también había sido escuchado.
Mi padre nadaba convertido en un enorme y tosco cetáceo y Galatea volvía a ser una estatua, pero de oscuro bronce y con cola de pez, encallada para siempre en los acantilados. Y yo, agradecí a los dioses el comienzo de mi nueva vida.
1 comentario:
¡Oportunista!
Muy buena tu recreación.
Un saludo.
Javi.
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