viernes, 4 de febrero de 2011

Códigos de vida - Eduardo Poggi


Desde su asiento, él los espiaba estupefacto: sentaditos detrás del conductor, dos putos se provocaban sexualmente sin ningún disimulo. Y pensar que él se molestaba no bien veía a un pibe y una piba haciendo lo mismo. Dos tipos. Qué bien.
Se fijó en los demás pasajeros. Aquel bochorno no parecía importarles en absoluto: sentados como muñecos, contemplaban los autos a través de la ventanilla o tenían sus ojos fijos en un punto del parabrisas. ¿Adónde iba a parar el mundo?
—¿Qué mirás? —le dijo uno de ellos, en ese inconfundible tono que él tanto detestaba—. ¿Te gusta?
Lo había tomado por sorpresa la actitud desafiante. Pero él no era de callarse la boca, no señor. Para nada.
—¿Te gusta, papito? —dijo el otro marica.
—No —dijo él—, no sólo no me gusta: también me da asco. Asco y vergüenza me da. La misma vergüenza que ustedes no tienen.
—Le da vergüeeeenza, le da vergüeeeenza —cantó el compañero, y le estampó al otro un soberano chupón—. ¿Te calienta vernos?
—Déjense de joder, boludos —dijo él—. Esto es un colectivo, hay personas. Y el acto de ustedes pertenece al ámbito privado. Están lastimando el pudor de muchos.
Todo fue como si hubiera sacado una manzana de abajo de la pirámide: las otras se le vinieron encima.
—Vos mejor dejate de joder —le dijo uno de los pasajeros, un pelilargo—. ¿Acaso no sabés que hay heteros cagando a medio mundo desde su lugar de privilegio? Estos hacen el amor. No joden a nadie.
—¡Estoy de acuerdo! —dijo un gordo sentado al lado del peludo.
—¡Discriminador! —le gritó a él alguien desde atrás. Al darse vuelta creyó individualizarlo: tomaba del brazo a una chica que, por la diferencia de edad, debía ser la hija.
¡Vaya, qué flor de ejemplo!
En suma, esos dos putos tenían el derecho de ejercer libremente su sexualidad… pero en privado, en la intimidad de cuatro paredes. Consciente de eso, él resguardaba con obsesión sus propias relaciones heterosexuales. Además, la existencia de leyes pro-gay no los habilitaba a pararse en el asiento y corear, mientras se agarraban el miembro que colgaba de las braguetas:
—¡Pe-lo-tudo! ¡Pe-lo-tudo!
Decidió bajarse: no aguantaba semejante escarnio, y además faltaban pocas cuadras para llegar a su casa. ¡Qué soez actitud! Y encima, soportada por una manga de brutos incapaces de apreciar la enorme diferencia entre la homosexualidad y el amor.
Caminó hasta su casa, y en esas ocho cuadras intentó comprender aquella conducta degenerada. ¿Sería una desviación suya, en realidad? El mundo retrocedía en lugar de avanzar: los pelados se ponían pelo, muchos hombres se paraban el culito con siliconas. Y pensó: hoy da más vergüenza ser gorda que tortillera o falopera. Era cierto, el gobierno lo había logrado: cualquier centro de homosexuales tenía más derechos que los “anormales” civiles. ¡Incluso una familia podía constituirse por cónyuges del mismo sexo! Perdón, del mismo género. Y si a cualquier persona se le ocurriera disentir con alguno de estos temas, lo acusarían de discriminador. Exactamente como le pasó a él en el colectivo.
Es un escándalo, se dijo, y al mismo tiempo pisó un sorete en la vereda. Le asqueba estar sucio, pero había circunstancias —como esta por ejemplo— que no podían evitarse.
Mientras limpiaba su zapato en el pasto de alrededor del Palo Borracho plantado frente a su casa, pensaba que una persona es —debería ser, mejor dicho— de una sola pieza: coherente entre lo que dice, piensa y hace. Hay una metáfora encerrada en cada una de nuestras acciones, se decía. De cada cual depende que dicha metáfora resulte una maravilla o una porquería.
Aunque a veces también la gente como uno comete inexplicables deslices: llevarse de la oficina lápices, cuadernos, gomas, sacapuntas. O desenterrar alguna planta de un jardín vecino. O imponer el autoritarismo ante rebeldías familiares. Pero de todos modos son pequeñas faltas que surgen de algún lugar interior, misterioso, imposible de dominar. Aparecen como una enfermedad: sin aviso y cuando uno menos la espera. Como una enfermedad que sojuzga hasta que todo pasa, para luego atacar con más brío y así postrar al sometido.
—¡Hola, hola! —saludó alegre no bien entró—. Ya llegué, linda.
—Hola —la respuesta fue, como últimamente, seca.
Estaban solos. Pero percibió que ese no era su día de suerte. Ella le dio la espalda, parada frente al hogar, las manos apoyadas en la viga de quebracho, la cabeza inclinada entre los hombros. Como si se rehusara. Como si quisiera romper el estrecho vínculo que siempre los había unido. Como si la ternura y el amor de él fueran en realidad ataduras que la sujetaban.
Vio que sus piernas abiertas insinuaban aún más los muslos tensos, y no pudo entender a esos dos maricones despreciando a hembras como aquella, el íntimo placer resguardado por él con tanto celo.
Ella usaba una de esas polleritas que lo invitaban a deslizar la mano por debajo. De tanto pedírselo, se había transformado en obediencia. Imaginó sus propios dedos acariciando, explorando; sus dedos resbalando en la suavidad del sexo; sus dedos provocando un sensual movimiento de las caderas, y ella abriéndose a su juego.
Se acercó y quiso cobijarla entre sus brazos, y fue consciente de su erección al apoyar su cuerpo contra ella. Deslizó la mano por el vientre hasta palpar su sendero tibio y húmedo.
Entonces ella se apartó y se dio vuelta.
Lloraba.
—No quiero seguir así —le dijo.
Le partió el corazón. ¡Tantos años a la basura por un estúpido capricho! Quiso pegarle o abrazarla o acariciarle el pelo. Pero se dio cuenta: no era momento para impulsos que a nada conducirían. No era momento de actuar sino de convencer. Convencer con la palabra. Las mismas calmas y razonables palabras que él siempre usaba. Las mismas calmas y razonables palabras que siempre la habían persuadido.
—¿No querrás que tu mamá se entere, verdad?
Su hija lo miró. Y se fue a la cocina.

El autor: Eduardo Poggi

Ilustración: Dos (detalle) Marco Maiulini. http://www.flickr.com/photos/marcomaiulini 
Todos los derechos reservados. Reproducido por gentileza del autor.

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