Señoría: mi cliente es inocente.
No es un asesino e intento demostrarlo: mató a su abuelito en defensa propia.
El fiscal mostró las pruebas que implican a mi defendido en ese crimen, y reconocemos la veracidad de todas ellas. Agrego que ha devanado correctamente el hilo que las vincula y nos ahorra la demostración de buena parte de la historia.
Pero faltan evidencias que cambian el sentido de los hechos.
La relación entre mi defendido y su abuelo siempre fue amorosa y tierna. Don Cosme compró los juguetes que marcaron su infancia con tinta indeleble; y entre ellos destacan los álbumes de figuritas que le regalara en varias oportunidades.
Mi cliente recuerda de manera muy especial a uno de ellos. Los presentes saben de la frustración que los embargaba al no conseguir «la difícil», que llenaría el último espacio vacío del álbum y daría acceso a la ansiada número cinco, para los caballeros, o a la barbie en el caso de las damas.
Mi defendido lo experimentó allá en los setenta, cuando su abuelo le regalara el álbum «Maravillas Naturales». Durante meses, Don Cosme le traía, a diario, cinco paquetes de figuritas que él abría, expectante. Los espacios se fueron llenando hasta que pocos quedaron vacíos. Mi cliente recuerda la congoja que lo abrazaba en las últimas semanas, cuando raleaban las figuritas nuevas. Recuerda la cara de sufrimiento del viejo al ver la frustración del nieto, y cómo el anciano cambiaba las repetidas con otros niños y en su nombre, con pingües ganancias aprovechando la edad y experiencia del abuelo.
Sin embargo, la figurita número veinte, «Ocelote o Gato Onza (leopardus pardalis)», era inhallable; lo que produjo en mi defendido un estado de depresión profunda que repercutió en el viejo, llevándolo a uno de los hechos más extraños de la niñez de mi cliente: el día que el abuelo, encapuchado y con un treinta y ocho en la mano, encaró al Pardo Ordóñez (que iba al mismo grado que mi defendido, pero era dos años mayor) y le robó «la difícil». Mi cliente recuerda la cara de felicidad del abuelo cuando él, plasticola en mano, completó «Maravillas Naturales». No tiene presente si canjearon el álbum por la pelota, y, en tal caso, qué se hizo de ella.
Pasado el tiempo, y fortuitamente, mi defendido encontró un álbum de fotos en el que había una imagen de la familia (numerosa como solían serlo las del campo). En una noche nostalgiosa, junto a su madre, recordaron los nombres e historias de quienes aparecían en la instantánea. La fotografía, en blanco y negro, databa de unos cuarenta años y mostraba unas cincuenta personas. Estaban la bisabuela Amanda, que murió de fiebre, el tío Rolando (tío abuelo de mi defendido) al que aplastó el tractor; Carmencita, que estaba loca, se fue una noche y nunca más encontraron; Benito, que tenía ocho años cuando se lo comieron los perros; o Manolo, cuñado del abuelo Roque (de su primer matrimonio), que se ahorcó en la cárcel; Sabino que ahora vivía en España y su propia madre, a los seis años, en brazos de su abuelo.
En aquella oportunidad la progenitora de mi cliente mostró ciertos titubeos y, habiendo reconocido a alguien, más adelante volvía atrás y decía, por ejemplo, «No, ese no era el Abelardo. Me parece que es este otro». De manera natural, mi cliente tomó un marcador rojo y comenzó a marcar con una equis los rostros seguros de aquellos que ya no estaban. Al final de la cuenta y la revisión, sobrevivía una docena de personas. Mi cliente guardó la fotografía.
En los años siguientes y casi sin darse cuenta, mi cliente se encontró tachando con una equis roja a los que iban muriendo: la tía Carlota (tía de su madre, se entiende), el Negro López, peón que había acompañado a su familia y murió con más de cien años en un asilo del sur; y hasta su propia madre, que murió de cáncer.
Poco antes de los hechos que nos ocupan, la única testa que quedaba sin tachar era la de su abuelo.
Cuando mi cliente visitó a Don Cosme, el día de su muerte; lo encontró en su galponcito del fondo, como era habitual, reparando una vieja silla. Luego de los consabidos saludos y preguntas sobre el devenir de las respectivas vidas, el anciano mandó a su nieto a la cocina, a poner la pava para el mate; lo que mi cliente hizo. Mientras esperaba que el agua se calentase, distraídamente recorrió la habitación con su mirada, y le llamó la atención la imagen en la puerta de la heladera: era una foto grupal de él y sus compañeros de séptimo grado de la escuela. Todas y cada una de las caras, excepto la suya, estaban tachadas con una equis roja: la Colorada Zapata, que murió en un accidente de tránsito (¿no fue atropellada por un conductor que se fugó?), el Cholo Prieto, que tomó vino hecho con metílico; el Pajarito Peluffo, que se ahogó en el lago, aunque sabía nadar perfectamente; la Gorda Perdomo, el Chiquito Cepeda, el Zapito Vélez; hasta la Señorita Palmira, a la que encontraron muerta por salir a regar el jardín, en camisón, una madrugada de agosto. La revelación lo golpeó como un mazazo: ¡El abuelo coleccionaba equis sobre las caras, los había matado a todos y él era «la difícil»! Anonadado, volvió al tallercito donde Don Cosme lo esperaba, cuchilla en mano, con la misma cara de felicidad de cuando él pegó el «Ocelote o gato Onza». Sin pensarlo, dirigió su mano hacia atrás, que encontró el hacha apoyada en la pared. El resto es conocido.
Presento, Señoría, la próxima prueba: la fotografía familiar que guarda mi cliente donde usted verá que absolutamente todas las caras, incluída la de Don Cosme, están tachadas, como en un álbum completo.
Por favor, explíqueme usted, Señoría, porqué en lugar de una pelota número cinco el señor fiscal pretende premiar a mi cliente con prisión perpetua.
http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/daniel-frini.html
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2 comentarios:
simplemente es muy bueno...
Gracias, La Bela.
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