
Nunca supo con exactitud cuál fue el  momento, el instante en el que se terminó de mimetizar con la ola gris  de oficinistas que a las siete de la tarde volvían a sus casas. Cientos,  miles, millones en todo el mundo iban y volvían a sus trabajos detrás  de las mismas cosas: mismos autos, mismas vacaciones, mismos objetos,  mismos tipos de relaciones. A eso le llamaban libertad. A la posibilidad  de elegir entre un tipo de gaseosa u otro. A eso llamaban policromía, a  la mezcla apremiante de tonalidades que surgía de los anuncios  publicitarios. Gris, no había colores. 
Lo  cierto es que un día se vio a si mismo con los mofletes caídos  vistiendo esa coloración. Se vio a si mismo átono y mirando mas allá de  las vidrieras. Sentía un agujero negro en el centro de su alma que  devoraba todo lo que el percibía: casas, autos, homo sapiens  disfrazados.
Llegó a su departamento. Lo esperaba una mujer inverosímil. La escrutó vacilante. Con minucia. Con cierta incertidumbre. 
—Vamos —le dijo ella—; ya es suficiente. 
Él tendió su mano.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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