Sabía que no debía salir del baño. De cualquier modo era hombre muerto pero no por eso iba a facilitarle el trabajo a su asesino. Si lo habían contratado para matarlo tendría que, por lo menos, derribar la puerta del pequeño baño.
Se notaba que era un profesional, uno de los mejores sicarios de la ciudad.
Hacía más de tres horas que lo había visto entrar al viejo complejo y, desde entonces, no emitió sonido alguno. No pateó la puerta del departamento, no revolvió los cajones, no bajó el volumen del tele, no tosió. Seguramente estaba sentado en una de las sillas de la cocina, esperándolo, paciente, inmutable, fumando, viendo qué formas caprichosas tomaba el humo del cigarrillo antes de desaparecer.
De pronto se decidió, iba a salir. No era un buen final quedarse encerrado, esperando que otro eligiera el momento de su partida. “Si voy a morir, que sea cuando yo quiero” pensó, y abrió la puerta. Ésta crujió como crujía cada maldita vez que la abría.
No había nadie. Ni en la cocina, ni en la habitación, ni en el largo pasillo que los chicos del edificio usaban como autódromo. Respiró profundo, se alivió.
Pasaron unos minutos, quince, veinte o quizás más, y una sensación conocida, horrible y desagradable pero conocida, lo atrapó.
Era ella, la misma inmunda sensación que lo había paralizado un mediodía de febrero, allá por el ´87 u ´88, y que cada tanto volvía. Otra vez ella, otra vez la urgente necesidad de esconderse de su asesino. Y se encerró en el baño.
Se notaba que era un profesional, uno de los mejores sicarios de la ciudad.
Hacía más de tres horas que lo había visto entrar al viejo complejo y, desde entonces, no emitió sonido alguno. No pateó la puerta del departamento, no revolvió los cajones, no bajó el volumen del tele, no tosió. Seguramente estaba sentado en una de las sillas de la cocina, esperándolo, paciente, inmutable, fumando, viendo qué formas caprichosas tomaba el humo del cigarrillo antes de desaparecer.
De pronto se decidió, iba a salir. No era un buen final quedarse encerrado, esperando que otro eligiera el momento de su partida. “Si voy a morir, que sea cuando yo quiero” pensó, y abrió la puerta. Ésta crujió como crujía cada maldita vez que la abría.
No había nadie. Ni en la cocina, ni en la habitación, ni en el largo pasillo que los chicos del edificio usaban como autódromo. Respiró profundo, se alivió.
Pasaron unos minutos, quince, veinte o quizás más, y una sensación conocida, horrible y desagradable pero conocida, lo atrapó.
Era ella, la misma inmunda sensación que lo había paralizado un mediodía de febrero, allá por el ´87 u ´88, y que cada tanto volvía. Otra vez ella, otra vez la urgente necesidad de esconderse de su asesino. Y se encerró en el baño.
3 comentarios:
Muy bueno.
Muy bien escrito.
Me gustó mucho!
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