domingo, 12 de diciembre de 2010

Cajas chinas - Walter Iannelli


Fumábamos casi en silencio frente a la última mesa de billar, cuando llegó el Ruso. Dejó el bolso en el suelo, arrimó una silla y se zampó el resto de mi vaso de ginebra. 
—Lo vi con mis propios ojos. Y con éstos— dijo y se agachó para sacar la cámara y acariciarla como si fuera un animalito. 
Nos miramos de soslayo entornando los ojos. El Ruso se pasaba la tarde espiando por la ventana y siempre se traía alguna historia soporífera. Pero estábamos aburridos, afuera había empezado a llover y El Ruso tenía una cara rara, como si hubiese visto un fantasma.
De modo que apoyamos las cabezas sobre la palma de una mano y le clavamos unos ojos permisivos, casuales y llenos de humo.  
El Ruso empezó diciendo que, esa tarde, enfocando a tientas, había visto a un viejo que tomaba mate en el balcón del tercer piso del edificio vecino. Camiseta gris llena de agujeros pegada a la panza, barba tupida, yerba en una bolsita, cortaplumas con mango de ónix. Parecía aburrido, miraba hacia abajo.
Abajo, en el patio del edificio, otro tipo leía el diario en una silla playera. Resultaban graciosos los movimientos de robot al correr las páginas, decía. El modo en que echaba hacia atrás la nariz para que el papel no le pegase en la cara. Una pelada perfecta y redonda que brillaba a la resolana y un reloj del tiempo de ñaupa en la muñeca izquierda. Lo podía ver muy bien, insistió el Ruso señalando los aparatos. 
—El del patio no sabía que el del balcón lo miraba, y del balcón no sabía que yo los miraba a los dos —recitó—: El hilo que une al mundo, para que no se desmorone.  
Suspiré y cerré los ojos. La filosofía del Ruso. Nunca le entendíamos un carajo. Apenas nos comunicábamos por propiedad transitiva, a través de las fotos que depositaba noche tras noche delante de nuestras narices. Un vínculo que se me ocurría frágil e inconsistente. 
—¿Y? —dijo Polo. 
El del mate tenía una maceta con un geranio, dijo el Ruso. Cada tanto tiraba un poquito de yerba en la tierra de la maceta, la movía de lugar sin motivo aparente. Y seguía al de abajo. Y el tipo de abajo leía frunciendo la nariz y achicando los ojos, quién sabe, las noticias. 
Levantó la vista, midió el auditorio.
—Estaba cantado— dijo, de pronto, levantándose. 
Nos quedamos con la vista en su silla vacía. Tres tipos entraron apurados por la puerta vaivén, y una brisa fresca de la calle corrió con olor a lluvia entre el tufo amarillo y caliente. Di vuelta la cabeza. 
El Ruso estaba del otro lado de la mesa de billar con un taco en la mano. El cuerpo flacuchento se recostaba sobre el verde más raro y sucio que nunca. Así, agazapado y en posición de tiro, cortado al medio, parecía un tullido abandonado sobre el paño.  
Con un movimiento suave del taco, los marfiles amarillos y rojos se rozaron con ruido a castañuelas.
Después sacó la cabeza y se movió hacia la oscuridad del tablero. Escuchamos cómo las fichas de madera se deslizaban sobre la pértiga de acero, chocaban entre ellas. El fósforo con que prendió el cigarrillo le descifró la cara llena de surcos.
—Un punto atrás del otro —dijo, hablándonos con voz lobuna desde la penumbra—, hasta completar la línea.
Sentí lástima. Sergio y Polo estaban con la boca abierta. Sentirían lo mismo. En otra ocasión se hubiesen reído.
—Mucha paja —susurró Bocha.  
El Ruso rehizo el camino y se inclinó para meter el aliento a muelas podridas entre nuestras cabezas.  
—Un tipo que lee el diario, otro que lo vigila con una maceta en la mano. Yo, arriba de todo con la Nikon —dijo. 
Acto seguido sacó un paquete del bolso y lo dejó arriba de la mesa. Pitó el cigarrillo y sopló el humo en dirección al techo.
—Un lindo geranio. ¿Qué otra cosa podía hacer que sacar fotografías?  
Guardó los aparatos, se colgó el bolso al hombro y caminó displicente hacia la puerta, alumbrado de la cintura para abajo por las tulipas rectangulares, como si hubiera venido nada más que a hacer un trámite. En un instante lo vimos salir a la lluvia, a la tormenta. 
Abrimos el paquete y nos quedamos mirando las fotos una a una en el orden en que el Ruso las había dejado. El geranio rojo congelado en el aire. Y después borroso en la caída que parecía volver aún más sólida la maceta. Y el tipo del patio. Inclinado en la silla. La cabeza redonda y calva que dejaba escurrir un hilo de sangre entre las baldosas. Una mirada sobre una mirada. Y ahora la nuestra arriba de todas. 
—Lo parió... — dijo Bocha.     
—Sí —dije. 
—Café —pidió Polo con un brazo en alto.

Tomado del libro Metano

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1 comentario:

Mónica Ortelli dijo...

Excelente cuento. Real, vívido. Me gustó mucho.