Salió de entre la bruma de una noche húmeda, pesada como telón de pana. Aparición anacrónica, sorprendida en plena elaboración. Poncho desprolijamente enrollado en la zurda; en la derecha el cuchillo meneándose, como buscando el camino. Cuando agregó un paso, el haz del farol de una esquina, encerró también un pantalón oscuro, de rayas finitas, blancas, y un saco negro cruzado que guardaba entre las solapas un prepotente pañuelo de seda clara. Elevándose en la misma dirección, cuello y mentón sombreados de barba; sobre la mejilla izquierda, una cicatriz le ensombrecía la cara; el bigote tupido remarcaba esta sensación. Pequeñas luces titilantes y una luna redonda, de cartón tiza sobre los tapiales, redondeaban la escena. Cuando un aire de milongas cesó en las guitarras lejanas, se oyó la voz del hombre, en grito ronco, insolente, dirigiéndose al boliche: —Salí maula, o tengo que entrar a buscarte ¡Carajo!
La puerta del almacén se abrió como un manotazo, la luz que cayó sobre el guapo, selló su boca.
Ahora, un nuevo círculo de luz ilumina a la otra figura: campera de cuero negra, jeans ajustados, unos saltitos leves sobre sus zapatillas de básquet, le dan un ritmo extraño a la escena; cuando se detiene, acentúa la sonrisa, levanta los brazos hasta ese momento distraídos, y apunta con pureza de gestos. La Itaka recortada suena una sola vez, como un cañonazo.
La sangre huye vertiginosa del pecho del guapo, el asombro definitivo, no le permite cerrar los ojos.
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