Las versiones son diversas: unos dicen que el primer caso tuvo lugar en un estadio de Madrid, durante un partido de fútbol; otros consideran, basándose en unos informes redactados a toda prisa, que debe situarse en un pueblecito de la costa mediterránea, durante la campaña electoral, justo antes de las elecciones; otros creen que la epidemia no se originó en un solo lugar sino en distintos puntos del planeta de un modo simultáneo. Aunque poco importa ya que localicen el foco inicial de contagio. Nada van a solucionar con eso. Es demasiado tarde.
Durante los primeros días se produjeron multitud de contagios. Los análisis médicos no aportaban ningún dato relevante, no lograban descubrir cómo se transmitía, ni qué la causaba, así que cundió el pánico entre la población. La gente se lanzó en masa a la calle en busca de mascarillas para taparse la boca e impedir la entrada de virus o bacterias, pero al poco la Organización Mundial de la Salud desaconsejó su uso, pues la extraña enfermedad, que provocaba una ligera sordera momentánea acompañada de unas convulsiones faciales, no se transmitía por contacto físico ni a través de las vías respiratorias sino por contacto visual. La población, alarmada e indefensa, se encerró en sus casas. Las ciudades quedaron vacías, sin vida. Los pocos atrevidos que paseaban por las calles lo hacían con la cabeza baja, sin apartar la mirada de sus pies. Pero aun así, en pocas semanas la pandemia —que ya afectaba a más de un tercio de la población mundial, principalmente en el llamado primer mundo— se extendió sin control, en progresión exponencial. Evitar el trato directo con la gente tampoco consiguió detener su implacable avance: cuando se dieron los primeros contagios a través de webcams y de pantallas televisivas, decidimos arrojar la toalla y darnos por vencidos.
Ahora estamos ya todos infectados, pero nos vamos acostumbrando. Tampoco resulta tan complicado llevar una vida normal. Incluso creo que podríamos llegar a olvidar esta pesadilla si no fuera porque de vez en cuando los repentinos achaques —único síntoma de la enfermedad— nos obligan a contraer los músculos de la cara y bostezar.
Durante los primeros días se produjeron multitud de contagios. Los análisis médicos no aportaban ningún dato relevante, no lograban descubrir cómo se transmitía, ni qué la causaba, así que cundió el pánico entre la población. La gente se lanzó en masa a la calle en busca de mascarillas para taparse la boca e impedir la entrada de virus o bacterias, pero al poco la Organización Mundial de la Salud desaconsejó su uso, pues la extraña enfermedad, que provocaba una ligera sordera momentánea acompañada de unas convulsiones faciales, no se transmitía por contacto físico ni a través de las vías respiratorias sino por contacto visual. La población, alarmada e indefensa, se encerró en sus casas. Las ciudades quedaron vacías, sin vida. Los pocos atrevidos que paseaban por las calles lo hacían con la cabeza baja, sin apartar la mirada de sus pies. Pero aun así, en pocas semanas la pandemia —que ya afectaba a más de un tercio de la población mundial, principalmente en el llamado primer mundo— se extendió sin control, en progresión exponencial. Evitar el trato directo con la gente tampoco consiguió detener su implacable avance: cuando se dieron los primeros contagios a través de webcams y de pantallas televisivas, decidimos arrojar la toalla y darnos por vencidos.
Ahora estamos ya todos infectados, pero nos vamos acostumbrando. Tampoco resulta tan complicado llevar una vida normal. Incluso creo que podríamos llegar a olvidar esta pesadilla si no fuera porque de vez en cuando los repentinos achaques —único síntoma de la enfermedad— nos obligan a contraer los músculos de la cara y bostezar.
Tomado de Realidades para Lelos
3 comentarios:
¡Excelente Víctor!
¿Sabes que sugestionarse con el bostezo también hace bostezar?
Llevo 5 minutos sin parar.
Saludos!
Gracias, Claudia. Eso de la sugestión es muy potente. Mira sino cómo se mueren de frío en Rayela estando a cuarenta y pico grados a la sombra mientras doblegan clavos...
Un abrazo.i
El que haya bostezado al final sólo muestra lo bueno del cuento (:
Genial, saludos!
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