martes, 19 de octubre de 2010

El viaje del alma de Juan Benítez - Daniel Frini


Se encontró sumergido en un mar de un color azul profundo, espeso, pegajoso, absorbente al estilo de las arenas movedizas. Intentó mantenerse a flote, nadar con la esperanza de llegar a alguna isla ignota; pero no pudo. Tres minutos después estaba muerto. Ahogado. Su alma se desprendió de su cuerpo y comenzó a elevarse. Conforme subía, miró hacia abajo y no vio su cuerpo. «Estoy demasiado alto para verlo», se dijo; aunque también se sospechó hundido en esa gelatina oscura. Siguió subiendo. El mar parecía, ahora, un anchísimo río cuyas orillas blancas enmarcaban una quieta corriente. Después y más arriba vio las curvas y meandros del cauce, las islas, las pequeñas bahías. Subió aún más. El río dilatado se le antojó un arroyo enrevesado entre idas y vueltas inciertas. Una eternidad después y todavía ascendiendo, alcanzó la plenitud de la iluminación, el saber que es parte del anhelo infinitamente viejo; y el conocimiento lo golpeó en la boca del estómago con puño formidable. Vio el nacimiento y el fin del cauce. Vio el texto de la vida escrito en tinta azul y una cursiva de cuidada caligrafía (¿la letra de una deidad?) sobre una blanquísima hoja blanca. Comenzaba con una mayúscula esmerada y terminaba, claro está, en un punto final. Su mar, su río, su arroyo, su texto era una sola palabra: «Adiós.» Un pequeño imán sostenía el papel en la puerta de la heladera, donde lo dejara colgado Iris antes de irse, para siempre, de su lado.

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