Se encontró sumergido en un mar de un color azul profundo, espeso, pegajoso, absorbente al estilo de las arenas movedizas. Intentó mantenerse a flote, nadar con la esperanza de llegar a alguna isla ignota; pero no pudo. Tres minutos después estaba muerto. Ahogado. Su alma se desprendió de su cuerpo y comenzó a elevarse. Conforme subía, miró hacia abajo y no vio su cuerpo. «Estoy demasiado alto para verlo», se dijo; aunque también se sospechó hundido en esa gelatina oscura. Siguió subiendo. El mar parecía, ahora, un anchísimo río cuyas orillas blancas enmarcaban una quieta corriente. Después y más arriba vio las curvas y meandros del cauce, las islas, las pequeñas bahías. Subió aún más. El río dilatado se le antojó un arroyo enrevesado entre idas y vueltas inciertas. Una eternidad después y todavía ascendiendo, alcanzó la plenitud de la iluminación, el saber que es parte del anhelo infinitamente viejo; y el conocimiento lo golpeó en la boca del estómago con puño formidable. Vio el nacimiento y el fin del cauce. Vio el texto de la vida escrito en tinta azul y una cursiva de cuidada caligrafía (¿la letra de una deidad?) sobre una blanquísima hoja blanca. Comenzaba con una mayúscula esmerada y terminaba, claro está, en un punto final. Su mar, su río, su arroyo, su texto era una sola palabra: «Adiós.» Un pequeño imán sostenía el papel en la puerta de la heladera, donde lo dejara colgado Iris antes de irse, para siempre, de su lado.
martes, 19 de octubre de 2010
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario