Jules Whith tenía, como muchos escritores, una doble vida. Claro, como escritor se gana poco y nada y hay que parar la olla, hermano. Así, Whith era enfermero. Al principio usó sus dotes de escritor para contar cuentos a los pacientes y para estudiar. Porque con la literatura se educó y obtuvo un título que lo habilitó para hacer tomografía de Rayos X en el hospital donde antes trabajara de enfermero.
Ya hacía tiempo que escuchaba las historias de los pacientes y con ellas poblaba sus novelas de personajes secundarios. Como nadie sospechaba de su doble vida, nadie se privaba de largar la lengua desaforadamente. Pacientes y doctores, enfermeras y mucamas. Convenientemente pasadas por un tamiz de anonimato, las historias daban una densidad especial a sus trabajos, cosa que fue ampliamente reconocida por la crítica. Así, Jules construyó una fama importante aunque seguía cobrando monedas e incluso pagando por sus ediciones. Y, como no quería revelar su cantera de ideas, la doble vida, tampoco daba entrevistas a nadie que quisiera fotografiarlo y, se sabe, sin foto, no hay nota, de modo que su fama de escritor crecía tanto como la leyenda negra de su ostracismo.
Un día, entre tantas tomografías tomadas, le tocó el turno a un escritor que conocía, aunque no tuvo más remedio que dejar pasar la oportunidad, ya que no podía entablar una conversación que pudiera ponerlo al descubierto. Mascullando algunos consejos sobre refrenarse, comenzó el análisis, y ahí fue donde empezó la tercera vida de Jules. La cosa se desarrollaba como siempre en estos casos; pusieron al paciente en posición decúbito dorsal, manos al costado, le pidieron que no se moviese y se aseguraron que obedecería atándolo por todo el perímetro pasible de ser atado. Él, por su parte, puso cara de susto, entre otras cosas porque siempre ocurre que los pacientes descubren ser claustrofóbicos en el mismo momento en que un zumbido extraterrestre empieza a invadirlo todo.
En las pantallas, nada más que lo habitual para Jules, hasta que, en un corte de alta definición del hipotálamo, sentado en la silla turca, distinguió un elemento completamente extraño, pero extraño en serio: un homúnculo. El escritor tenía en su cerebro un homúnculo. Jules no lo podía creer, definitivamente era demasiado extraño. Pensó que se había dormido, y sin embargo, estaba despierto.
—¡Mierda! —exclamó, y el homúnculo pegó un salto, aunque no tardó en mirarlo a través de todas esas transformaciones matemáticas de la distribución de los Rayos X y le hizo un gesto con las manos como diciendo: “¿Qué te pasa, pibe?”.
Whith se quedó de una pieza. No sólo había un homúnculo ahí, sino que, además, lo estaba mirando. Eso era inconcebible. Todas las clases de física que había tenido que tragar no servían ni para mierda. ¿Cómo era posible?
—¿Me puede dejar de irradiar, por no decir de joder, carajo? —reclamó el ser con inusitada suavidad.
Jules ensayó una respuesta: —No puedo. Estoy laburando. ¿Me puede decir qué hace ahí?
—Ustedes siempre igual. Se escudan en eso. ¿Qué les pasa? ¿Da miedo ser razonable?
—Ciertamente no. No me ha respondido.
—Entonces ¿por qué carajo no detiene esta máquina del demonio, que me está dando como para cocinarme?
–En realidad, nadie suponía que había alguien ahí dentro, disculpe. Debería salir. Y sigue sin responderme.
–¿Y cómo sería eso? ¿Salgo por la napia, o uso el agujero del otro extremo de este señor? Digo. Si me da la solución le voy a estar agradecido. Hace como cincuenta años que vivo dentro de la sabiola de este pejerto y más de tres veces me quise tomar el piróscafo, pero no tengo salida, papá.
—¡Y qué sé yo! ¿Probó por la oreja?
—¿Me ves cara de gil? ¿Te creés que no lo intenté, flaco?
—Intente otra vez. Capaz que con la irradiación se le abrieron los agujeros por donde pasan los nervios, che.
—Una vez me perdí en el caracol ese. No sabés.
—¡Salga de una vez!
Jules estaba desesperado. Por una parte no entendía cómo había ahí un tipo y por la otra no quería irradiarlo sin ton ni son.
Al fin, el tipo salió.
—¡Libre! —gritó—. ¡Qué notable! Las veces que lo intenté… ¿No querés que te conteste, chabón? —El técnico sudaba frío. Ahí estaba ese ser igual a un ser humano pero inconcebiblemente pequeño—. Te repito si querés o no que te conteste.
—Sí; claro. ¿No será el increíble hombre menguante, no?
—Peliculón ese. Pero no. Soy el escritor que estos llevan dentro. Algunos griegos las llamaban “musas” porque pensaban que éramos minas, ¿viste? Pero no.
A todo esto, el escritor famoso empezó a moverse. Jules le ordenó que se quedara quieto y dio por terminado el examen. En cuanto salió del agujero, el tipo gritó que le habían limpiado el cerebro, que se lo habían lavado. —¡Hijos de puta! ¡Me afanaron las musas! ¡Seguro que los chinos andan detrás de todo esto!
Dejando de lado la virulenta xenofobia, nadie le prestó atención y mucho menos le creyó.
Jules se llevó al sorprendente homúnculo a su casa, pero éste no tardó en darse cuenta de que no podría vivir demasiado sin comer y que por obvias razones de tamaño no se podía clavar un pancho, así que aprovechó una distracción de Jules para irse derecho al cerebro del enfermero metiéndose por la nariz.
Desde entonces, Jules sabe que tiene al homúnculo sentado en el hipotálamo, escribiendo las ideas que se transforman en cuentos y novelas. Su cara continúa siendo desconocida para el gran público, aunque no faltó un crítico avispado que puso de relieve cierto parentesco de estilo entre las ficciones de Whith con las de aquel escritor que, después de un severo ACV no volvió a escribir. Pobre tipo.
Acerca de los autores:
http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/hector-ranea.html
http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html
Ya hacía tiempo que escuchaba las historias de los pacientes y con ellas poblaba sus novelas de personajes secundarios. Como nadie sospechaba de su doble vida, nadie se privaba de largar la lengua desaforadamente. Pacientes y doctores, enfermeras y mucamas. Convenientemente pasadas por un tamiz de anonimato, las historias daban una densidad especial a sus trabajos, cosa que fue ampliamente reconocida por la crítica. Así, Jules construyó una fama importante aunque seguía cobrando monedas e incluso pagando por sus ediciones. Y, como no quería revelar su cantera de ideas, la doble vida, tampoco daba entrevistas a nadie que quisiera fotografiarlo y, se sabe, sin foto, no hay nota, de modo que su fama de escritor crecía tanto como la leyenda negra de su ostracismo.
Un día, entre tantas tomografías tomadas, le tocó el turno a un escritor que conocía, aunque no tuvo más remedio que dejar pasar la oportunidad, ya que no podía entablar una conversación que pudiera ponerlo al descubierto. Mascullando algunos consejos sobre refrenarse, comenzó el análisis, y ahí fue donde empezó la tercera vida de Jules. La cosa se desarrollaba como siempre en estos casos; pusieron al paciente en posición decúbito dorsal, manos al costado, le pidieron que no se moviese y se aseguraron que obedecería atándolo por todo el perímetro pasible de ser atado. Él, por su parte, puso cara de susto, entre otras cosas porque siempre ocurre que los pacientes descubren ser claustrofóbicos en el mismo momento en que un zumbido extraterrestre empieza a invadirlo todo.
En las pantallas, nada más que lo habitual para Jules, hasta que, en un corte de alta definición del hipotálamo, sentado en la silla turca, distinguió un elemento completamente extraño, pero extraño en serio: un homúnculo. El escritor tenía en su cerebro un homúnculo. Jules no lo podía creer, definitivamente era demasiado extraño. Pensó que se había dormido, y sin embargo, estaba despierto.
—¡Mierda! —exclamó, y el homúnculo pegó un salto, aunque no tardó en mirarlo a través de todas esas transformaciones matemáticas de la distribución de los Rayos X y le hizo un gesto con las manos como diciendo: “¿Qué te pasa, pibe?”.
Whith se quedó de una pieza. No sólo había un homúnculo ahí, sino que, además, lo estaba mirando. Eso era inconcebible. Todas las clases de física que había tenido que tragar no servían ni para mierda. ¿Cómo era posible?
—¿Me puede dejar de irradiar, por no decir de joder, carajo? —reclamó el ser con inusitada suavidad.
Jules ensayó una respuesta: —No puedo. Estoy laburando. ¿Me puede decir qué hace ahí?
—Ustedes siempre igual. Se escudan en eso. ¿Qué les pasa? ¿Da miedo ser razonable?
—Ciertamente no. No me ha respondido.
—Entonces ¿por qué carajo no detiene esta máquina del demonio, que me está dando como para cocinarme?
–En realidad, nadie suponía que había alguien ahí dentro, disculpe. Debería salir. Y sigue sin responderme.
–¿Y cómo sería eso? ¿Salgo por la napia, o uso el agujero del otro extremo de este señor? Digo. Si me da la solución le voy a estar agradecido. Hace como cincuenta años que vivo dentro de la sabiola de este pejerto y más de tres veces me quise tomar el piróscafo, pero no tengo salida, papá.
—¡Y qué sé yo! ¿Probó por la oreja?
—¿Me ves cara de gil? ¿Te creés que no lo intenté, flaco?
—Intente otra vez. Capaz que con la irradiación se le abrieron los agujeros por donde pasan los nervios, che.
—Una vez me perdí en el caracol ese. No sabés.
—¡Salga de una vez!
Jules estaba desesperado. Por una parte no entendía cómo había ahí un tipo y por la otra no quería irradiarlo sin ton ni son.
Al fin, el tipo salió.
—¡Libre! —gritó—. ¡Qué notable! Las veces que lo intenté… ¿No querés que te conteste, chabón? —El técnico sudaba frío. Ahí estaba ese ser igual a un ser humano pero inconcebiblemente pequeño—. Te repito si querés o no que te conteste.
—Sí; claro. ¿No será el increíble hombre menguante, no?
—Peliculón ese. Pero no. Soy el escritor que estos llevan dentro. Algunos griegos las llamaban “musas” porque pensaban que éramos minas, ¿viste? Pero no.
A todo esto, el escritor famoso empezó a moverse. Jules le ordenó que se quedara quieto y dio por terminado el examen. En cuanto salió del agujero, el tipo gritó que le habían limpiado el cerebro, que se lo habían lavado. —¡Hijos de puta! ¡Me afanaron las musas! ¡Seguro que los chinos andan detrás de todo esto!
Dejando de lado la virulenta xenofobia, nadie le prestó atención y mucho menos le creyó.
Jules se llevó al sorprendente homúnculo a su casa, pero éste no tardó en darse cuenta de que no podría vivir demasiado sin comer y que por obvias razones de tamaño no se podía clavar un pancho, así que aprovechó una distracción de Jules para irse derecho al cerebro del enfermero metiéndose por la nariz.
Desde entonces, Jules sabe que tiene al homúnculo sentado en el hipotálamo, escribiendo las ideas que se transforman en cuentos y novelas. Su cara continúa siendo desconocida para el gran público, aunque no faltó un crítico avispado que puso de relieve cierto parentesco de estilo entre las ficciones de Whith con las de aquel escritor que, después de un severo ACV no volvió a escribir. Pobre tipo.
Acerca de los autores:
http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/hector-ranea.html
http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html
2 comentarios:
Muy bueno!! que imaginación. Me encanto
¡Gracias Sofía! La imaginación, tu lo has dicho...
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