Hasta el día del Apocalipsis yo era un escritor de éxito. Mis novelas y manuales de supervivencia contra zombis eran los más vendidos. Entonces un virus maligno mutó en el interior de una lata de fabada caducada. Una anciana la consumió. El virus se reprodujo en su sistema digestivo y murió durante la siesta. A día siguiente, en pleno velatorio, el cadáver se levantó del ataúd y comenzó morder a diestro y siniestro, contagiando su extraña enfermedad. A los pocos minutos los muertos y heridos se convirtieron en zombis.
Unas semanas después un tercio de la humanidad eran zombis, otros tantos habían sido devorados y el resto se convirtió en reserva de comida para los primeros.
En contra de la creencia popular, los zombis no eran cuerpos sin mente con la compulsión de devorar seres humanos. Conservaban la misma inteligencia y recuerdos de antes de su conversión, más la compulsión de devorar seres humanos.
Fue mi ruina. Los supervivientes sólo querían llegar vivos al siguiente amanecer y los zombis cazar un humano para cenar. La demanda de libros cayó en picado. Aunque aún se vendía alguno de mis manuales de supervivencia, mis ingresos se redujeron a cero.
Fui a ver a mi editor. Lo encontré convertido en zombi devorando a su secretaria. Como llevaba la escopeta descargada, tras volarle la cabeza al portero-zombi y a unos tipos con pinta de testigos-zombi de Jehová, desenvainé mi machete e intenté cortarle la cabeza. El muy hijo de perra paró el golpe con una pierna de su víctima y se lanzó contra mí. Rodamos por el suelo luchando y me mordió en la pantorrilla antes de que le separarse la cabeza del cuerpo de un machetazo. Maldije mi suerte. Estaba contagiado, pero no me apetecía decapitarme, así que salí a buscar un humano al que devorar.
Cacé una cuarentona algo dura, pero todavía sabrosa. Mientras me la zampaba sentado en una hamburguesería —ser zombi no implica comer en el suelo como un guarro—, recordé que mi negocio se había ido al carajo, lo cual me puso de mal humor, que empeoró cuando descubrí que los opulentos pechos, que me disponía a ingerir, estaban rellenos de silicona —¡mira que estropear un bocado tan delicioso con aditivos!—. En ese instante irrumpió un cazador de zombis e intentó matarme.
Un rato después, mientras devoraba el hígado del cazador, sin hacer caso de sus gritos de protesta, vi que en un bolsillo el tipo llevaba una de mis guías de supervivencia. ¡Qué gilipollas, mira que intentar matarme con mis propias técnicas! Entonces se me ocurrió la solución a mis problemas.
De eso hace ya cincuenta años. Los seres humanos se crían en granjas, aunque algunos privilegiados podemos permitirnos el lujo de cazarlos y comerlos salvajes. De nuevo soy millonario gracias mis libros: Estrategias para Cazar Humanos y El Arte de Cocinar Humanos. La vida en la Tierra cambió el día del Apocalipsis, pero, por suerte para mí, todo sigue como antes.
1 comentario:
Genial!!! muy divertido.
=D
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