Eros y Tánatos han jugado toda la noche a la ruleta rusa, pero sin arma, ya que ambos detestan la dispersión de masa encefálica. Clic, dice Eros, vestido de látex y con látigo en mano.
—Clic —contesta Tánatos, muerto de la risa—. Clic, clic y clic —repite, antifaz a lo Zorro, sin corcel ni luna.
Llegan Fábola y Tigre.
—¿Podemos jugar con ustedes? —coquetea Fábola.
—¿Disparas tú o disparo yo, muñeca? —arrecia Eros, haciendo restallar el látigo en el delicado suelo de la ficción.
Tigre se adelanta.
—Yo disparo.
Saca su Magnum .357 y desactiva el seguro. Apunta a Eros.
—Dispárame a mí —grita Tánatos—. Perfórame esta tensión que tengo desde hace siglos, siglos estelares. ¡Mátame, mátame!
—¿What are you doin’, honey? ¿Estás loco? —musita la ardiente Fábola, mientras se acomoda el ajustado vestido color carne.
Tigre dispara. Todos abajo. Eros, en un charco de sangre, agoniza, atravesado por la bala con base de plomo unida a ojiva cónica de latón macizo.
—Vamos, preciosa —dice Tigre—. El juego ha terminado.
Antes de morir, Eros murmura a Tánatos: —A la cuenta de tres, ¿ya?
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