jueves, 21 de octubre de 2010

Cargado - Héctor Ranea


Hans Xavier Watson pensaba que era uno de esos miserables de la Tierra que morirían en un baño mugriento, y que quedaría su cadáver por días sin descubrir porque el olor de la tumba provisoria sería apenas peor que el del cadáver podrido.
Esos pensamientos, creía él, se originaban en su aversión a los baños públicos desde la edad escolar, en que su infancia en desarrollo debió luchar contra el vértigo que le producía asomarse a las letrinas turcas que tenía a disposición en la escuela.
Soñaba con ese agujero, con las hormas para los pies, enormes, desproporcionadas para un niño. Y él tratando de orinar dominando el miedo pero sin controlar la dirección del chorro que caía, indefectiblemente, a la punta de los zapatos por lo que era el hazmerreír de la clase toda vez que la maestra lo ponía de (mal) ejemplo y lo hacía mostrarse frente a la clase con un bonete verde de cartón y orejas marrones de burro postizas.
Claro que esos recuerdos lo hacían sudar en cada oportunidad que tenía que usar para ir al baño. Tenía que estar muy urgido para hacerlo y, en todo caso, usaba sólo para orinar. Pero este hábito de contenerse había permeado diversas capas de su personalidad. En particular, se contenía en todo. Era un hombre con tanta continencia como se puede ser, sobre todo porque temía morir ahí, rodeado de miasmas, olvidado, confundido con su propia mierda.
Así, no podía quedarse en ciertos lugares más de cierto tiempo. Huía, más bien, de su lugar de trabajo no bien cumplía su horario. Lo urgía algo más importante que su conciencia laboral, por cierto, eran sus necesidades fisiológicas que a cierta hora de la tarde eran imposibles de soslayar.
Pero un día, su Jefe lo atornilló al escritorio y él venía de una semana de estreñimiento. Había probado de todo. Agua fría a la mañana, mate helado a la tarde, fruta carambola, té de menta superior, agua de lisonjas amarillas, emparedados de malva, pero nada. En el trabajo todos lo perseguían con que estaba cargándose como un arma. Y, ya se sabe, a las armas las carga el diablo.
La mañana siguiente nadie notó que Hans Xavier no había llegado ni que no vino. A los tres días de ausencia alguien llamó a un mucamo para que revisara los baños. Efectivamente, estaban tapados. Entre las cosas, encontraron un expediente de los que el Jefe estaba buscando y aseguraba que los tenía Watson.
El olor siguió por unos días pero después, como toda memoria, se disipó sin pena ni gloria.

2 comentarios:

Francisco Costantini dijo...

O tenés una vida de M, o terminás para la M. Muy bueno, Héctor. Fijáte en mi sutileza para evitar decir mierda. ¿Viste?

Ogui dijo...

Sutileza que me faltó... la voy a tener en cuenta para el próximo de la serie, si la sigo... Gracias por el comentario, che...