A los cincuenta y tres años, las tetas de la señora Margot tenían una carnadura que ya anunciaba el derrumbe inexorable.
Desde los diecisiete años, la señora Margot era la puta del pueblo. Pero el negocio decaía a medida que sus tetas, blandas y con pequeñas venitas azules, languidecían tarde a tarde.
Desde hacía tres décadas, el ciudadano Jacinto Gual se hallaba oscuramente enamorado de la señora Margot. Tal vez por eso nunca había accedido a sus servicios. Nunca. Sabía que sus mejores amigos habían ido varias veces; sabía que los adolescentes tenían su primer contacto con la Venus pueblerina apenas llegada la pubertad; sabía que su fama trascendía los límites de esas calles. Todo eso sabía el señor Jacinto Gual, viudo, padre de dos hijos que se habían ido a Buenos Aires, jubilado del Banco Municipal, acreedor de una pequeña herencia, antiguo actor vocacional en los festivales escolares. Y además, la amaba.
Una noche llegó hasta la casa de la señora un caballero elegante, que parecía salido de una película de los cuarenta. A la siguiente noche lo hizo un prófugo de la justicia, luego un político caído en desgracia, días más tarde un poeta elegíaco, otra noche un militar que amaba a la plebe; no mucho después un viejo dandy que deseaba darse los últimos gustos en vida.
La señora Margot era feliz. El negocio parecía renacer no con los ardores de otras épocas, pero al menos guardaba cierta prolija regularidad.
Y el señor Gual, interpretando noche por medio un personaje distinto, se dedicaba a amar como podía a la señora Margot.
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