—¡Ya llegó Karadagián, el gran Martín! —gritaba parado en una de las esquinas de la cama que usábamos como improvisado ring.
En la otra punta del cuadrilátero, mi primo me esperaba vestido en pijamas, para trenzarnos en una lucha como las que, semanalmente, veíamos por televisión. Yo imitaba al gran campeón mundial de catch, y él a la temible momia blanca, el único rival que era capaz de vencerlo. Cada vez que me quedaba a dormir en la casa de mis tíos, aquella era nuestra rutina favorita al despertar: gritos amenazantes, golpes certeros, contorsiones y forcejeos, hasta que alguno de los dos quedará de espaldas contra el colchón, pidiendo clemencia. Cada mañana, recuerdo esos divertidos y peligrosos juegos de mi infancia, al observar con orgullo, frente al espejo, las imborrables marcas de aquellas batallas: dos pequeños puntos de sutura, dibujados en el lado izquierdo del mentón.
Tomado de: http://livingsintiempo.blogspot.com/
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