El hombre estaba en blanco. Llevaba mucho tiempo sin escribir una nota, y la falta de inspiración le comenzaba a preocupar, nunca había tenido un periodo de sequía tan largo. No era un compositor muy prolífico, pero era raro en él que le costara tanto concentrarse. Se levantó del piano y se dirigió vacilante a la ventana. Pensó que quizá un poco de aire helado de la noche serviría para despejar su aletargado cerebro. Abrió los postigos de la ventana y vio reflejado su rostro en el cristal. Se vio guapo. A pesar de los años y del duro castigo que había sufrido su cuerpo, seguía siendo atractivo, fuerte. Sus ojos ya no lucían con la intensidad de antaño, pero mantenían su extraña belleza.
El hombre abrió la ventana, se desabotonó la camisa y sacó medio cuerpo. Fuera, un grupo de niños martirizaban con piedras y palos a un perro vagabundo. El animal se defendía como podía de los ataques de aquellas bestias de apenas trece años, ladraba desaforado y lanzaba dentelladas al aire intentando intimidarlos. Pero los niños seguían con su acoso sin preocuparse del peligro.
Hubo un tiempo en el que el hombre hubiera gritado a los niños, o incluso hubiera bajado a detenerlos, y hasta puede que, apiadado del pobre animal, lo hubiera acogido en su casa. Pero ese tiempo ya pasó, la vida le había enseñado a quedarse encerrado dentro de su mundo y no mezclarse en los asuntos de los demás. Ahora, todo lo que traspasara el umbral de su puerta pertenecía al extranjero, a un país extraño y cruel que no quería visitar, a un lugar que no era el suyo.
Cerró la ventana y, en un ataque de ira e impotencia, cogió la partitura del piano y la lanzó al fuego de la chimenea. Se sentó en el suelo a ver como ardía, con su bonito baile de cenizas y llamas azules, y trató mientras de recordar la música que se estaba perdiendo entre el humo. Era una melodía pequeña y hermosa, un sonido que había acunado en su mente durante días hasta que nació en forma de notas garabateadas con tinta. Era una canción que no le hizo falta tocar nunca, porque le salió a borbotones de la cabeza al papel. Después de componerla, no había podido escribir una nota más. ¿Para qué?, pensaba, no voy a hacer nada mejor en mi vida. Era una canción que nadie más había oído, y que el hombre había decidido que nadie oiría jamás.
El hombre esperó a que se hubiera destruido hasta el último pedazo de partitura y luego apagó el fuego con un poco de agua.
Se volvió a asomar a la ventana y espero a que los niños se hubieran cansado de su cruel juego. Cuando estuvo seguro de que no volverían, bajó a la calle y encontró al perro tirado en el asfalto. El animal aún respiraba, pero el hombre casi podía ver como se le soltaban los últimos hilos que le ataban a la vida. Se agachó a su lado y le cubrió el cuerpo con su chaqueta. Mientras le acariciaba la cabeza, el hombre le tarareó bajito su canción, esta es sólo para ti pequeñín, pensó mientras lo hacía. Con la última parte de la melodía el perro cerró los ojos, y después de oír la última nota murió.
El hombre dejó su chaqueta sobre el cuerpo del animal y se alejó de allí. Dio un largo paseo, durante el cual pensó que su canción sonaba aún mejor de lo que había imaginado, y se alegró de que fuera lo último que escuchó la pobre bestia antes de irse. Sabía que era un pobre regalo en un momento inoportuno, pero aún así, deseó que cuando llegara su momento a alguien se le ocurriera hacerle un regalo igual.
Tomado de http://uncuentoalaseman.bogspot.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario