Ahora se daba cuenta. Su tacto para los sentimientos era muy grueso.
Pretendía sostener diminutas piezas de emoción entre sus dedos de ogro. Pero, ¿qué podía hacer?. Lo había dicho con el contradictorio deseo de no decirlo. Demasiado débil. Demasiado tarde.
El llanto ahogado al otro lado de la línea tampoco era buena señal. Lo ponía inevitablemente cerca. Lo paralizaba. Lo hacía recordar todas las veces que había caído en la misma escena y que no podía evitarlo. “No debo volver a decir Heterodontus”, se dictaba como si alguien más estuviera tomando nota.
Pero era inútil. “Heterodontus” volvía.
La primera vez se dio cuenta de que había pronunciado “Heterodontus”, porque temblaba de risa. Recordaba que su jefe –primero porque no le costaba nada y en definitiva porque el ridículo le concernía a otro– lo había festejado ampulosamente. Con un guiño de más ¾ de perfil.
Pero el segundo “Heterodontus” ya no tuvo el mismo efecto. La segunda vez se encontraba en un bar. Era primavera y él aún andaba convencido de que además corría con la ventaja irrevocable de ser joven. Miraba por la ventana con la arrogancia de quien ignora que ha soltado un “Heterodontus” en voz alta.
El sifonazo se sintió frío en la espalda e hizo que su sonrisa se encogiera de golpe.
Con toda una tropa de indignación giró y apuntó sus pupilas encendidas a los comensales. Pero todos portaban caras de distraído y un sifón o dos sobre las mesas hacían de la pesquisa una tarea peligrosa.
Desde entonces se había visto involucrado en una serie de hechos incómodos con pasajeros, parientes, consorcistas y amigos; hasta llegar al testigo de Jehová que había intentado romperle un dedo. Sin embargo el verdadero escándalo, el escándalo íntimo, llegó de madrugada. Desnudo frente al espejo, se había sorprendido a sí mismo en un repetir monocorde de “Heterodontus” tras “Heterodontus” tras “Heterodontus”.
Resolvió a ir al psicoanalista.
Siete años y seis meses de terapia más tarde, apenas había sido clasificado como neurótico. Ni siquiera alcanzaba el grado de bipolar. Había excavado meticulosamente en los recuerdos de su infancia y podía recitar con soltura la mayor parte de sus traumas. En público, sin repetir y sin soplar, conseguía enumerarlos cronológicamente desde 1982. Además para asegurarse de no dejar rastros de “Heterodontus”, ocupó sin tregua hora tras hora de su agenda. Pero a pesar de las sólidas barreras, cronogramas y reuniones dispuestos a lo largo de los días, algo se filtraba. No podía olvidar el temor a la palabra.
En la soledad de su cuarto continuaba siendo esclavo. Prisionero de “Heterodontus”. Un mecanismo que se accionaba tan graciosa e implacablemente como el hipo. No había nada que él pudiera hacer al respecto. Nada. Comenzó a temer los ataques de “Heterodontus”. Se preocupó por imaginar catástrofes panorámicas. Profetizó bancarrotas. Destierros, estampidas y plagas. Pero inesperadamente el indicio de que estaba empeorando lo detonó la pequeña violencia con que servía los fideos. Se le escaparon tres grandes “Heterodontus” y una cacerola rodó por el suelo.
Esa misma tarde las embestidas se hicieron más violentas. Necesitó huir a la carrera de los puños del cuñado y del llanto de su ex.
Se daba cuenta ahora. Vagando por la ciudad como un arrepentido sin jinete. Desbocado. Desposeído. Sobre todo impotente. Queriendo darle una paliza a cada una de las letras que accionaba a “Heterodontus”. Anhelando clavarles sus dientes en el lomo. Cazarlas, darles muerte. Se daba cuenta ahora que sonaba su celular. Que el nombre de ella aparecía en la pulcra tipografía sin serif del visor.
Tomando aire destapa el aparato. Su voz se desbarranca en la estampida de salivas que va dejando tras de sí el HETERODONTUS.
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