La abracé, se relajó y empezó a quedarse dormida. Mi pecho y su espalda.
Los dedos de mis manos se entrelazaban con los suyos, a la altura de la almohada, mientras yo, más despierto que nunca, disfrutaba de una de las formas más explícitas de la noche. Por los agujeritos de la persiana se filtraban las luces y las sombras –las extrañas sombras– de aquel piso diez que daba a la avenida Belgrano. Se movían, iban y venían y aparecían y desaparecían y jugaban entre ellas. En otra circunstancia, hubiera cerrado la persiana o me hubiese asomado para ver qué había afuera, pero en ese momento sólo atiné a hundir mi nariz en su pelo, a la altura de su cuello, y sus rulos me cegaron y me calmaron y el aroma de su shampoo me hizo sentir que ese instante era más de lo que cualquier hombre podría llegar a merecer.
La abracé, se relajó y empezó a quedarse dormida. Su respiración era cada vez más armoniosa.
Uno de los dedos de su mano izquierda se contrajo bruscamente, como impulsado por algún misterioso resorte y luego volvió lentamente a su posición original.
A pocos pasos de la cama, titilaba una lucecita verde del equipo de música, que en ese momento estaba apagado. Verde, negro. Luz, nada. Verde, negro. Y un poco más allá –al lado de la ventana– flameaba la pequeña llama azul de la estufa, en mínimo.
Yo rozaba las plantas de sus pies con los míos y percibí que algunos de sus dedos se movían, eléctricos, esporádicos, sin mapas; se contraían y volvían a su posición, igual que los dedos de sus manos. El trance estaba en marcha y duró algunos minutos, hasta que finalmente sucedió.
En un momento de comunión que pude sentir en toda su piel, ella inspiró largo, suave y contínuo, como incorporando alguno de los duendes invisibles que flotaban en la habitación, lo mantuvo unos segundos dentro de su pecho y luego exhaló, lento y suave y yo entendí que en ese momento había cruzado el muro y ya estaba viendo las cosas que se ven del otro lado. Mientras que afuera, esas extrañas sombras del barrio de Congreso seguían moviéndose y la luz verde del equipo de música titilaba, iluminando la habitación por un segundo y luego desapareciendo. Verde, negro. Todo, nada. Y la llamita azul de la estufa seguía encendiendo una minúscula porción del piso de parquet en un rincón de la habitación. Y yo estaba sin estar, abrazándola y disfrazado de tercera persona, observando como todo lo que podía suceder en el universo estaba sucediendo en ese instante en ese lugar.
Imagen: Galactic Pinwheel por Aeires en http://www.abstractdigitalartgallery.com
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