–¡Ah! ¡Así no vale! –dijo la hermosa muchacha mirándome bien a los ojos. – ¡Mira cómo está el tablero!
Efectivamente, miré, y yo, aun jugando con negras, tenía dos torres, ella una; tenía también los dos caballos y ella sólo el blanco. Igualaba mis peones pero estaban mal colocados. Era obvio que en dos movidas podría darle mate si quisiera.
La miré. Era tan bella que dolía verla. Me daba vértigo profundizar en su mirada, que era tan recóndita y bella como todo su cuerpo. No sabría decir si era rubia o castaña, ni el color de sus ojos, pero me cautivó tanto que tenía casi decidido dejar que me venciera en ese juego del cual, por otra parte, no recordaba tener mérito alguno. Ella sentenció, como si me hubiera leído el pensamiento
–Mira que jugar con trampas acá está prohibido.
–¿Puedo saber cuál es el premio?
–¿Cómo? ¿No te lo han dicho?
–¿Quiénes? Ni una palabra. Estoy acá, hay un ajedrez desparejo, una partida que tengo ganada. Es todo lo que sé.
–Puedes salir de este Laberinto si vences.
Sospechando algo, la miré aún más profundamente. Miré los alrededores y vi que, efectivamente, estaba entre paredes embaldosadas y techadas con humo de arañas quemadas, moho de luciérnagas copulando furiosamente y supe que ella tenía razón. Estaba en el Laberinto.
–¿Cómo te llamas? –le pregunté.
–¿Tampoco te lo han dicho?
–Insisto en que no sé quién pudiera habérmelo dicho. Juro que no sé de qué hablas.
–¿No sabes que mi nombre es Minotauro? Repito: ¿No te lo han dicho?
Carraspeé un poco. No tenía idea de qué podía estar queriendo decir. Tan bella mujer no podía ser el Minotauro del Laberinto. ¿Entonces quién era yo?
Y ella a mí, como si me leyera el pensamiento:
–Eres Teseo, claro.
Me dio vuelta. Yo estaba bastante confundido, pero esta ninfa tenía algo que me confundía aún más. No tenía idea que pudiera yo, tan luego yo, ser Teseo. Repito. Mi confusión podría aportar, pero esto la sobrepasaba por mucho margen. No discutí. Con semejante belleza era inútil discutir y absurdo.
–¿Quién mueve? –espeté.
–Yo.
Hizo una movida anodina. Realmente, estrategias aparte, no podía cometer semejante horror ajedrecístico un Minotauro. Menos uno de semejante belleza.
–¿No era que estaba prohibido jugar con trampas? Me dejas ganar gratis.
–Prueba.
Al intentar tomar su último caballo, todo cambió, como si el trebejo hubiera hecho rotar la perspectiva desde donde miraba el tablero. Ahora, ella me llevaba gran ventaja. Coronó un peón mientras yo parecía haberme dormido en los laureles.
Me miraba con una sonrisa radiante.
–¡Vamos, juega!
Era un completo idiota. ¿Cómo había sucedido semejante barbaridad? La jugada que pensé me dejó en completa falta de defensas. Hubiera debido dar el Rey, pero ella a mí:
–No puedes abandonar el juego. Está prohibido.
Maldije dentro de mí. Quería verme hocicar. Estaba furioso. Jugué lo que pude. Intentaba coronar uno de mis peones favoritos. Al moverlo, la pieza se volvió contra mí y me mordió, suavemente, pero me mordió. Y no en la mano. En el medio de la ingle.
De todas maneras el movimiento fue un éxito. El Minotauro se tomó la cabeza con las manos, el Laberinto se tiñó de rojo y entré al puente de Noruega donde la gente grita ante los atardeceres coloridos. Lamenté que el Minotauro, tan bella mujer, me hubiera liberado. Aunque de pronto, ante mí apareció la cara redonda de un conocido que me guiñaba el ojo derecho.
Le pregunté:
–¿Cuánto tiempo, tordo?
–Quince segundos. Estuviste muerto quince segundos. Pero te revivimos. Además, la operación fue un éxito.
3 comentarios:
los sueños y la cercanía de la que se nombra lo menos posible deben estar directamente relacionadas con las musas.... bravó, monsieur
¡Grande, Ranea! No se me vuelva a meter en ese Laberinto, por mucho tiempo, por favor...
Un abrazo afectuoso.
Voy a tratar de hacer caso. Tengo que aprender más trampas para ese ajedrez. No hay muchas... Pero mejor ir sabiéndolas. Gracias ambas!
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